Viajar en puentes caídos (a un año del 7S)
Los siguientes textos son la recopilación de varias conversaciones con damnificados del terremoto, testimonios de brigadistas, entrevistas y experiencias. Todo es ficción, ninguno de estos personajes existe, pero a la vez, cada una de las partes de todo lo narrado le sucedió a alguien en concreto durante el último año en el estado de Chiapas.
Los comparto ahora, a un año del terremoto, con la esperanza de que estas historias dejen de perseguir al olvido.
Epicentro
“Miró al mar con una expresión seria, grave, interrogándolo en silencio como si aguardara una respuesta honrada, veraz, que no podía negársele a él de ningún modo. Las gruesas olas se desplazaban en masas profundas, empujadas desde abajo por los hombros de un gigante ciego, algún dios condenado a castigo para siempre.”
José Revueltas
Dormir en Tierra
—No vayas —dijo Esposa— las nubes están muy raras y el mar está picado—
Pescador la mira, mira al cielo, al mar, lo piensa un rato…
—Sólo voy aquí nomás, unas cuantas mojarras y me regreso—
Ambos saben que regresará hasta el amanecer.
Sale a pescar él solo. No por gusto, sino porque ya no tiene con quién ir. Hermano se fue a Estados Unidos; Tío ya no puede salir, por la edad y la enfermedad (insistió muchos años en hacerlo, hasta que un día estuvieron a punto de naufragar); Primo dejó de hablarle desde que decidió salir de la resistencia e integrarse a Morena y Sobrinos han perdido interés en la pesca, pues han conseguido un trabajo que les paga diez veces más por descargar bultos en la madrugada.
La lancha se hace al mar. Ya no está tan picado y las nubes extrañas se han ido. Navega hasta que pierde de vista la playa. Aún no echa las redes cuando llega el viento. Nunca había sentido un viento así, no alcanza a distinguir de dónde viene pero lo que es seguro es que no viene de dónde suele llegar. Luego el murmullo, un sonido desconocido, como un hervor. El mar se mueve como empujado desde abajo, no hay a dónde hacerse. Pescador se aferra a la lancha (a babor, a estribor, no recuerda) mientras mira esas olas sin sentido, que no le permiten maniobrar hacia ningún lado.
Entonces, el murmullo se hace ruido. Un sonido brutal que, sabría después, era el sonido de la tierra abriéndose debajo del mar que en ese momento lo sostenía. El ruido lo asusta mucho más que el oleaje y el viento, como si fuera el rugido de una bestia submarina que fuera emergiendo. No hay nada que hacer, sólo se aferra más fuerte mientras mira la proa subir y bajar.
El rugido termina, el oleaje dura un poco más pero no le importa: da la vuelta y a toda prisa regresa a la playa, acelera con toda la fuerza del motor, a la misma velocidad que en su mente desfilan escenarios de desgracia (posibles e imposibles, como la bestia marina) que le esperan al volver a casa. Las escenas donde encuentra a Esposa llorando, herida o asustada son las que más le reconfortan, pues en esas logra imaginarla con vida. El camino se alarga, la ruta de regreso al muelle nunca había estado tan lejos, a pesar de nunca haber estado tan cerca. Baja de la lancha casi sin frenar, corre al caserío, llega a su propia casa y no encuentra ni a Esposa ni a Hijo. La puerta abierta, la casa vacía. Sigue corriendo, sin saber a dónde. La angustia sube hasta casi dejarlo sin aliento. Al primero que ve es a Primo, que le ha visto desde lejos y ha venido a su encuentro:
—¡Están bien! ¡están bien! Van con los demás camino a la carretera.
Lo abraza. Sus diferencias, que parecían irreconciliables, le parecen ahora tan estúpidas, tan nimias. Le da las gracias a Primo dos, tres, muchas veces, por haberle regresado el alma al cuerpo. Sigue corriendo.
En el horizonte se mira un grupo de siluetas iluminadas por las luces de los autos. Alcanza a distinguir a Esposa, quien tiene a Hijo de la mano. Le grita —o cree gritarle, porque no sale sonido de su garganta por su falta de aliento—, ella le mira, carga a hijo y corren a su encuentro. Un abrazo largo, llanto, besos. Ni un rasguño, todo está bien.
—Ves, te dije que no fueras— dice Esposa.
Pescador sonríe pero el rostro congelado en un rictus de miedo solo acepta dibujar una mueca extraña. Ahí, junto a ella, al fin logra respirar.
Siete mil réplicas después
Suena la alerta sísmica en San Cristóbal y en la calle nadie parece inmutarse, siguen caminando, hacen su vida. En su casa, Carmen voltea a mirar su lámpara, que señala con más precisión si la réplica es mayor de 5 grados y vale la pena salir a la calle. Cada vez que suena la sirena recuerda esa noche como si estuviera sucediendo. Se mira caminar y luego correr porque “si está fuerte”, sale de la casa, descubre que su madre no está, entra a la casa y sube la escalera cuyo movimiento le hace imaginar una marimba somatada por muchos bolillos al mismo tiempo. La madre está despierta, pero no se mueve, Carmen y sus hermanas la jalan y empujan hasta que logran levantarla. Mientras bajan la escalera se va la luz, todas gritan, pero una de sus hermanas dice “sigan caminando, no se detengan”, hasta que salen al patio trasero, “el sitio”, como le dicen. Sigue temblando, la casa se mece, los árboles del sitio se acercan y se alejan de ella, como agachándose a gritarle “¡Corre!”. En ese momento una de las bardas empieza a caer, como en cámara lenta. Carmen corre.
Ahora ya no corre. La lámpara no se mueve y no vale la pena asustarse. La alerta sísmica ha sonado todo el mes, dos o tres veces al día. Los primeros 15 días fueron los más difíciles, sonaba en la madrugada, a medio día, al atardecer, a cualquier hora. Todo el mundo en la calle cargaba en el rostro las huellas del miedo permanente. La imposibilidad de dormir de corrido toma forma de grandes ojeras y la sobredosis de adrenalina se segrega, escurre por todo el cuerpo y queda ahí, en una alerta orgánica permanente que no termina de salir.
—Ya pasamos de las siete mil réplicas— dice su hermana, que se ha vuelto visitante regular del sitio del Servicio Sismológico Nacional.
En un mes la tierra de estas tierras se ha movido más de siete mil veces. Siete mil veces. La alarma suena sólo cuando superan los cinco grados (unas cincuenta veces, quizá) y a veces dura más su sonido que el propio temblor.
—Ya mejor que la desconecten— responde Carmen, quien trata de seguir con su labor cotidiana mientras una voz impersonal repite por enésima vez en las bocinas del Palacio Municipal: “Alerta sísmica, alerta sísmica”.
Esperar al gobierno
Sale muy temprano, apenas amanece. Camina las calles de Paredón cargando una silla hasta llegar a las ruinas de lo que fue su casa. Ahí sobre los escombros se acomoda y espera. Lleva un mes haciendo lo mismo, al igual que varios de sus vecinos.
Luego que el terremoto derribara su casa se fue a vivir con su hijo. Ahí también llegaron dos de sus hijas con toda su familia. Una casa para cuatro familias. Se acomodan como pueden, aguantan, sobreviven.
Se podría decir que llega a los restos de sus casa para no estorbar. O por costumbre, pues de por si ahí se la pasaba en el pórtico, desde que ya no pudo salir a pescar. Está ahi, sentado, sin hacer nada, mirando al fondo de la calle. A veces llegan sus nietas y platica con ellas. A veces platica con otros vecinos. Pero esencialmente no hace nada más que estar sentado, bajo el sol de la costa.
Paredón es una localidad del municipio de Tonalá. Está justo en la orilla de la Laguna del Mar Muerto (así se llama). Aquí llegan los pescadores de la región a vender el camarón del estero, además de todo tipo de pescado: mojarra, bagre, lisa, robalo, charal, macabil y varios más cuyos nombres se me van. Pero el más famoso es el camarón. Imagino que el auge de botaneros en Tuxtla hizo crecer la demanda. Paredón ha crecido mucho gracias a este comercio de pescados y mariscos. En los últimos quince años pasó de ser un pueblito a una localidad urbana, con calles pavimentadas y sistema de drenaje, las palapas y el adobe cedieron su lugar a casas de block y cemento. Muchas de esas casas, no aptas para este tipo de terreno, fueron las que más daño sufrieron.
Luego del sismo los camarones se fueron, así que no solo las casas, sino también la economía local colapsó. Las lanchas regresaban vacías. Le escribí a un amigo, investigador de pesquerías pero de la región del Golfo, platicándole el caso y pidiéndole alguna explicación, porque eso preguntaban los pescadores: “¡Que alguien nos diga cuánto tardará en regresar!”, decían. Mi amigo el investigador revisó la literatura, revisó artículos de prestigiadas revistas científicas, preguntó a sus colegas. “No hay registro ni antecedentes de algo así”, me escribió, “lo lamento mucho, no tengo respuestas”.
Sin los ingresos derivados de la venta de camarón la desesperación creció. Las familias se congregaban alrededor del parque, a donde a diario llegaban los camiones del ejército y la Cruz Roja a repartir despensas. La gente de las colonias más alejadas tenía que levantarse muy temprano porque si no ya no alcanzaban. Pescar despensas para toda la familia, persegir camiones, mostrar sus credenciales de damnificados.
¿Qué hace este señor sentado en las ruinas de su casa, entonces?
Porque una cosa es no hacer nada y otra es soportar el calor. Dicen en Los Altos que cuando la gente de Tonalá muere y se va al infierno, regresan por su cobija. Es un calor cruel y desgastante. Aunque de por sí en Los Altos, si el calor pasa de 20 grados ya lo calificamos de insoportable.
El paisaje también es insoportable. Ruinas de casas por todos lados. En esta colonia casi todas las casas están derrumbadas, unas desde el mero día del temblor otras que se tuvieron que tirar porque estaban a punto de caer. En muchas de esas casas (o ex-casas) hay personas sentadas.
—Creímos que era el apocalipsis. Las casas no paraban de moverse. Todo el mundo gritaba. De pronto escuchamos un rugido- Por allá fue que se abrió la tierra y empezó a salir agua, mucha agua. No terminaba de temblar y el agua ya había rebasado la banqueta y nos llegaba a los tobillos. Nos hincamos y empezamos a rezar, toda la cuadra estaba rezando.
Desde la calle vieron sus casas caer. Delia Llavén le platica el momento a Juan Álvarez, reportero de Televisa: “Ví que venía cayendo, se cayó y se se me cayeron las alas de mi corazón”. La descripción del momento sólo admite metáforas. También Patricia Trujillo le dijo al mismo reportero: “parecía que la casa quería caminar”. Así las vieron irse, así pasaron la noche, contemplando los despojos.
Al fin le pregunto qué hace ahí sentado todo el día:
—Un día vinieron los de Protección Civil a revisar las casas dañadas. Eran unos chamaquitos que traían mucha prisa porque en Tuxtla les pidieron el dato para la declaración de zona de desastre. Una vecina había ido a visitar a su prima a una comunidad ahí por Boca del Cielo y no los pudo recibir, entonces pues no entró en el censo y no le dieron tarjeta de damnificada. Se quedó sin despensas y su casa no va a entrar al programa de reconstrucción. Por eso estamos aquí, no vaya a ser que nos pase lo mismo.
Amor romántico
¿Bajamos? (pregunta ella)
Hay que bajar (responde él)
Miran la escalera que no para de moverse. En un segundo contemplan muchas posibilidades. La más probable es que se resbalen y caigan por un lado.
Debí poner el barandal cuando había tiempo (piensa él)
Si no me mata el temblor, me mata la caída (piensa ella)
La madera y el metal rechinan y chocan. La gente en la calle grita, suenan silbatos, los perros de la calle aullan. Voltean a ver a su perro, que los observa desde el pie de la cama.
No podemos dejarlo (dice ella)
Pues lo cargo (dice él)
El perro se esconde debajo de la cama en cuanto lo ve venir. Él abandona la idea de llevarlo. Ella lo mira. Miran la escalera. Al mismo tiempo pensan en sus hijos y sus nietos. Todos viven del otro lado de la ciudad.
Van a estar bien (piensa él)
Van a estar bien (piensa ella)
Sigue temblando. Sin decir nada dan un par de pasos que los alejan de la escalera. Miran la casa moverse y la escuchan crujir. Cierran los ojos.
Al amanecer despiertan y se descubren abrazados, sentados en el suelo. El perro duerme a sus pies.
Los fondos
La historia de una ella
“Tenemos un avión lleno de comida”, le dijo su ex compañero de la universidad por teléfono desde Monterrey. “No queremos mandarlo al gobierno porque ya viste que se lo están quedando todo, pero tampoco hay nadie de la sociedad civil que los esté recibiendo allá en Chiapas”. En ese momento ella decidió, sin pensarlo demasiado, que se haría cargo de recibir y distribuir toda esa ayuda.
Al avión siguieron trailers, depósitos, caravanas de autos, grupos de voluntarios, donaciones internacionales… junto a más gente hasta hacer un equipo bastante eficiente, con una idea fija: repartir lo más pronto posible las donaciones y en comunidades donde no estuviera llegando ni Cruz Roja ni Ejército, de preferencia con grupos organizados y sin la influencia de partidos políticos.
En algunos casos tuvieron que brincarse a los caciques locales, en otros las organizaciones regionales fueron un gran aliado. La cadena humana iba desde organizaciones internacionales y donadores de las grandes ciudades pasando por quien prestaba autos y camionetas para el transporte y las propias personas damnificadas, organizando el acopio y distribuyéndolo casa por casa.
“Toma estos cinco mil pesos”, le dijo un amigo un día, “mi hermano organizó una colecta en la escuela de bail que tiene en Nueva York, juntaron esto y dicen que pueden juntar otro poco más adelante”. Ella no quería recibir efectivo “Ya sabes, luego van a decir que me lo gasté porque no te voy a poder entregar recibos ni nada”. El amigo insistió “con que me mandes fotos de lo que se hizo con el dinero es suficiente”.
—Ya ni me acuerdo si le mandé la foto o no. Tomé muchas, de lo que hicimos y de lo que no hacía el gobierno, pero siempre había una cosa más urgente y hubo muchos correos de agradecimiento que al día de hoy, casi un año después, no hemos podido mandar.
De septiembre a diciembre le dedidcó todo el tiempo posible a trabajar con las comunidades afectadas. Luego de los alimentos y la ropa siguieron caravanas de distintos tipos, ya en alianza con organizaciones y grupos de voluntarios: hubo brigadas de atención psicológica, hicieron talleres con niñas y niños, llevaron ingenieros civiles porque muchas personas no creyeron en los dictámenes de Protección Civil y Sedatu (en casi todos los casos coincidieron con el dictamen) y hasta le consiguieron una camioneta a una asociación civil que estaba realizando toda la chamba de reparto y atención en un pequeño auto que apenas podía con la terracerías.
En diciembre cayó enferma. Las fiebres y el dolor le impidieron seguir trabajando, aunque siguió asistiendo a reuniones y todavía hizo un viaje más para presentar a quienes le remplazarían. Durante varios meses visitó diferentes especialistas sin que pudieran encontrar un diagnóstico. Los análisis descartaron dengue y chincungunya, pero el dolor, la inflamación y la fiebre persistán. Hace poco al fin le diagnosticaron fiebre zika, pero hay todavía varios síntomas que no coinciden. Un mosquito, en uno de esos viajes a la costa, sumado a alguna otra rara enfermedad derivada de trabajar en zonas de desastre.
La enfermedad le impidió acudir a las reinaguraciones de las escuelas que ayudó a reconstruir, a visitar las nuevas casas de las familias que acompañó. Mientras espera los resultados de una resonancia magnética revisa las fotos de un evento en una de esas comunidades: el cacique local, que usó los fondos de reconstrucción para remodelar su casa, inaugura una biblioteca gestionada por las brigadas.
—No lo hicimos para salir en la foto ni para dar discursos. Me da gusto que se haya conseguido, solo me da un poco de coraje que estos usen nuestro trabajo y el de las comunidades para echarse flores y que su partido se lleve el crédito.
Efectivamente no hay ni una foto con la evidencia de que ella haya estado ahí. Su caso, en mayor o menor medida, se repite en las historias de decenas de voluntarias y voluntarios.
La historia de un él
Lo conocí en una reunión de ciudadanos sancristobalenses por la reconstrucción. Llegué ahí pensando que se trabajaría en identificar y arreglar las casas dañadas, pero en realidad era un grupo de empresarios que buscaban presionar al gobierno federal para que les asignaran las obras de reconstrucción de las iglesias. “El recurso se tiene que quedar en Chiapas”, dijeron varias veces durante la reunión.
Lo volví a ver en un evento que hizo el gobernador, donde entregó equipos de cocina a restaurantes de la ciudad afectados por el temblor. Más de diez mil pesos en equipamiento, desde licuadoras hasta estufas especializadas. Ninguno de esos restaurantes había sufrido ningún daño, en realidad los equipos formaban parte de otro programa de la secretaría de economía.
“Nos hicieron ir a talleres y pláticas desde hace como un año a cambio de todo esto”, me dijo en voz baja, mientras el gober daba su discurso que se transmitía por facebook live. Uno a uno el gobernador habló con los dueños de los negocios. Cuando llegó con él lo saludó efusivamente y le preguntó cómo estaba. Muy sonriente respondió “Muchas gracias, señor gobernador, gracias a usted los empresarios de San Cristóbal estaremos mejor”. El gobernador lo redirigió: “pero bueno, esto es por los daños que causó el temblor”, en ese momento dejó de sonreir y puso su cara compungida “así es, así es, a nosotros nos afectó mucho, la cocina quedó muy dañada, se cayó el techo y dañó todo el equipo”. Por poco y logra soltar una lágrima mientras describía con detalle grietas que su restaurante nunca tuvo. Manuel Velasco lo abrazaó y le deseó suerte.
—Ni modo que lo rechazara. El negocio lo necesita y además, imagínate, si le hago el desaire al gober, no me la acabo. Capaz me cierran o me manda golpear o quién sabe qué.
Aunque su negocio se salvó, en su casa si aparecieron grietas. Llamó a Protección Civil y marcaron su casa. “En unos días vendrán los de Sedatu a verificar el daño”, le dijeron. Tardaron como un mes en llegar, pero mientras tanto le fueron entregando despensas. Todos los días llegaba a su fraccionamiento un paquete marcado con los logotipos de gobierno del estado con comida. Algunas de las latas traía leyendas de quienes las habían donado, con mensajes de apoyo. Al final empezaron a taparlas con etiquetas del DIF estatal.
—¿Por qué no llamas para decir que no lo necesitas?
—Ya lo hicieron unos vecinos y ni caso les hicieron, y pues ni modo que se echen a perder, ¿no?
Al tercer whisky ya está más platicador. Cuenta la historia de su primo, el ingeniero dueño de la compañía constructora.
—Está haciendo un negociazo. En cuanto se entregaron las tarjetas de Bansefi, esas que solo pueden canjear por material, mandó gente a comprarlas. Paga la mitad, ya sabes cómo es esa gente, prefieren el dinero para comprarse unas caguamas que reconstruir su casa. Luego factura todo en su propia tienda, a precio amigo, jajaja.
El mismo primo acababa de construir un fraccionamiento por el oriente de la ciudad. 15 casas que vendió luego luego gracias a sus acuerdos con el delegado de Fovissste y un par de inmobiliarias. Todas las casas resultaron dañadas con el sismo. Todas por la misma causa: paredes y techos con material de baja calidad y cimientos mal hechos. Las personas que ocupaban las casas —algunos con deuda a Fovisste, otros con deuda al banco— le pidieron al constructor apoyo en el arreglo de sus casas y a todos les respondió lo mismo: “yo solo construí lo que me pidieron, reclámenle al que se las vendió”.
Pidió otro whisky mientras se carcajea con la historia del primo ingeniero: “con todo el dinero que sacó yo creo que ahora si se lanza para presidente municipal”.
La última vez lo vi en la conferencia de prensa del FONDEN, cuando anunciaron que el seguro pagaría la reconstrucción de las iglesias. Un poco decepcionado porque su empresa quedó fuera de los fondos.
—Nos vamos a desquitar con lo que destinaron a la reconstrucción de Na Bolom y La Enseñanza, esas no tenían seguro, así que ejerceremos los recursos del Fonden directamente. Bueno, nosotros no, pero quien hizo la gestión es mi compadre, así que al menos de aquí a que termina su gestión, ya me dijo que el contrato es para mi.
—¿Y hay mucho que reconstruir en esos edificios?
—Pues del temblor casi no les pasó nada, pero ve, ya son casas viejas, están muy deterioradas, una su renovadita si van a querer. Voy a proponer una nueva ala de habitaciones en el hotel-museo y arreglar el auditorio de La Enseñanza.
—Pues a ver si el patronato acepta.
—¿Cómo no van a querer, si les toca un porcentaje?
—Te equivocas —le digo muy serio— todas son personas honorables y de reconocido prestigio. Forman parte del patronato por su amor a la cultura, no al dinero.
—Asu, se ve que ni los conoces.
Le da un trago final a su bebida, paga su parte de la cuenta y se va. Al despedirse, me dice:
—Ya lo dijo el ingeniero Slim: “todas las crisis son oportunidades”. Ahí donde ustedes ven desastres, nosotros vemos buenos negocios. ¡Ponte trucha!
Le pido al señor de la barra otra cerveza y me quedo pensando en los fondos, en el fondo. Como ese pozo al que bajó Canek por una cubeta y afirmó que en el fondo se veían las estrellas. En los fondos de desastres se puede ver a las personas tal como son. En el fondo de la botella solo alcanzo a ver mi reflejo, confuso e inmovil.
Tsunamis y redes
En Boca del Cielo, como en toda la costa de Chiapas, el temblor golpeó fuerte y golpeó primero. Algunas construcciones cayeron, otras se hundieron en la laguna. La gente salió de sus casas asustada como en todo el estado. Eran las 23:49 del 7 de septiembre.
Pasado el temblor se quedaron un rato sin regresar bajo techo, se platicó la experiencia, se bajó el susto con pan o con alcohol. Los más precavidos se asomaron del lado del mar, leyéndolo, esperando su reacción.
A las 0:44 del 8 de septiembre, menos de una hora después, una persona en Puebla llamada Didier pensó que sería divertido hacer una broma. Buscó imágenes de alertas de tsunamis y encontró una de algún lugar de Asia, del 2009. La subió a su cuenta de Twitter y escribió: “Se fue el mar más de 50 metros en Chiapas, por amenaza de #tsunami”, luego puso un chiste y se dispuso a ver las reacciones. Al poco tiempo empezó recibir likes y retuits. 90 retuits, para ser exactos. Un éxito, considerando que su cuenta no llegaba a los 200 seguidores.
Alguien, en Boca del Cielo, vio uno de esos retuits y de inmediato dio la voz de alarma.
La gente volvió a salir de sus casas y se congregó en la salida del pueblo. “¡Dicen que ahí viene el tsunami!”, gritaban. Casi todos viven en una franja de tierra entre la laguna La Joya y el Oceano Pacífico. Es una gran planicie, llena de pastizales destinados a la ganadería, sin ninguna elevación. De llegar un tsunami probablemente entraría varios kilómetros al continente.
Algunos salieron en los pocos automóviles disponibles. Los más comenzaron a correr. Corrieron los casi dos kilómetros que les separan de la carretera costera con la esperanza de encontrar algún transporte que pasara por ahí. Ya en la carretera siguieron corriendo, y a cada paso la angustia crecía. Son quince kilómetros que separan Boca del Cielo de Cabeza de Toro, donde está la desviación a Tonalá, lejana aún otros veinte kilómetros. Quince kilómetros de caminar y correr en paralelo al mar. Alcanzar a correr uno o diez kilómetros no harían ninguna diferencia de llegar la gran ola.
Mientras tanto, la foto del tuit ya daba la vuelta al mundo. Portales informativos la retomaban sin verificar. A las 2 a.m. el noticero Hechos de TV Azteca la presentaba diciendo “Se retira el mar de la playa”, “Alerta en la costa”, aunque afirmaba que la imagen era de las playas de Oaxaca. Esa misma foto que un tuitero ocioso había subido como broma, ahora ocupaba los noticieros nacionales.
A las 2 a.m. la gente de Boca del Cielo seguía corriendo por la carretera. Una camioneta pickup se detuvo y subió a los que pudo. Cuando ya no cabía nadie más se dispuso a seguir su camino para salir de la zona de riesgo, pero una mujer con una niña en los brazos los detuvo. Abrió la puerta del copiloto y les entregó a la niña. “¡Llévensela, por favor!” les rogó varias veces. Los desconocidos de la camioneta no sabían que hacer. Las personas que iban atrás les gritaban que arrancaran, la madre de la niña también. Cerraron la puerta y arrancaron. La mujer les vio alejarse y siguió caminando.
Sin comentarios aún.