¿Se terminó la permisividad estatal para robar?
Una suerte de tradición oral entre los políticos mexicanos, narra que el Presidente Miguel Alemán Valdez, declarado “Mister Amigo” por el gobierno norteamericano, reunió a su gabinete recién iniciado su período presidencial (1 de diciembre de 1946 al 30 de noviembre de 1952), y les dijo: “no tomen del presupuesto. ¡hagan obra!”. La indicación era muy clara: el Estado Nacional Mexicano admite que los funcionarios cobren “comisión” a las empresas privadas que contratan. Todo mexicano mediamente enterado sabe que al principio se cobró el 10% del costo total de una obra, la que fuese: construcción de carreteras, edificios públicos, presas, hospitales, escuelas, etc. Los contratistas calculaban en los costos de la obra, el 10% que le correspondía al funcionario en cuestión. La práctica de este despojo se hizo costumbre y la corrupción se profundizó porque una forma segura de obtener una obra (incluso la edición de libros) era ofrecer mayores comisiones a los funcionarios del caso. Junto a ese mecanismo, para simular honradez y, como hoy se dice, transparencia, se inventaron por parte de la burocracia estatal, diversos procedimientos de control: las convocatorias públicas para que los interesados presenten presupuestos para el costo de una obra determinada; por lo menos, tres concursantes por obra; escoger a la más económica; y un sinfín de reglas y comités de compras que revisan los sobres cerrados con los proyectos de los concursantes y deciden de acuerdo a las reglas. Por supuesto, se incluyó a la Prensa a través del conocido “chayote”. La comisión fue subiendo. La última noticia que tuve, hará unos cinco años, fue que era el 25% del costo total de la obra, según me confió un contratista. Ello explica, en parte, el enriquecimiento de tantos burócratas y funcionarios sexenalmente. Por supuesto, el consejo de “Mister Amigo” se fue complejizando en su práctica. Llegó a todos los rincones de la administración pública en México. Surgieron los lemas cínicos como el “no quiero que me den, sino que me pongan en donde hay”; “vivir fuera del presupuesto, es vivir en el error” (famosa frase del Chango Garizurieta, que nadie sabe quién fue ni qué más hizo); “el que no tranza, no avanza”; “la tranza es sinónimo de inteligencia”; “robó, pero hizo”; “no le hace que robe, pero que salpique” y así, el léxico de los ladrones se extiende al infinito. Es más: están muy orondos de su hazaña de saquear al país, de la tierra en que nacieron. Según ellos, o casi todos ellos, (me refiero a las burocracias de la administración pública de nuestro país) es “normal” saquear el erario. Para eso se consigue un puesto en la administración o en el espectro institucional político, ¡faltaba más, faltaba menos!
En la escala de la corrupción pública mundialmente, México ocupa uno de los primeros lugares. Desde el punto de vista de la OCDE, México es uno de los países más corruptos, opinión que corrobora el G20, grupo para el que nuestro país es el más corrupto del planeta. Según recientes declaraciones de Enrique Peña Nieto, Presidente de México, la corrupción en el país es una cuestión cultural. La sociedad no sólo lo aprueba, sino que la crea y la recrea. Y como los políticos son mexicanos, llevan en su alma cultural la propensión al robo. ¡Que bonito! Quién sabe de qué “genial asesor” escuchó Peña Nieto que la corrupción es cultural, “connatural” como dicen los políticos, al pueblo de México. Pues claro que la gente da “mordidas” pero no por gusto, sino porque de otra manera no se obtiene el servicio que se demanda. El robo hormiga es infinito en México, desde el paria que es policía de tránsito en una esquina (es al que peor le va), que tiene que pasar cuota a su jefe inmediato y así, hasta llegar a la cabeza de la cadena, y de allí a los más encumbrados que roban cantidades estratosféricas, como los “angelitos” de la llamada estafa maestra. ¡Vaya! Nadie se salva de ser ladrón: las universidades le entran al asunto, las iglesias, las ONGs, que se han convertido en negocios jugosos, etcétera y etcétera y más etcétera. Sólo que el asunto no es cultural, sino una práctica creada por el Estado Nacional Mexicano.
¿Será una parte de la cuarta transformación de México la prohibición para robar? ¿Logrará el próximo régimen en sólo seis años erradicar el saqueo de la administración pública en México? ¿Qué trucos estará planeando la burocracia para que no se agote la mina de oro? ¿Estarán algunas de las mamás de los políticos, inquietas porque no podrán meter más la mano al erario? ¿Se pedirá a estas alegres madres que devuelvan lo que robaron? ¿El capital financiero, qué dirá de todo ello? ¿Son sinceros los señores jueces cuando anuncian que se terminaron sus privilegios? ¿Quiere decir esto último que la justicia está en venta? ¿Se habrán arrepentido abruptamente los ladrones? Creo que nadie en sus cabales espera que el 1 de diciembre de 2018 se acabe el saqueo del erario en México. Lo que es probable que llegue a su fin, por lo menos seis años, es la permisividad para robar. Creo en la honestidad de Andrés Manuel López Obrador. No lo conocemos de ayer. Al igual que la piratería no se terminó, la costumbre de robar seguirá. Pero el cambio importante que esperamos los treinta millones de mexicanos que votamos por López Obrador, es que ello no quede impune. Eso sería un enorme logro. Parafraseando a Amstrong cuando llegó a la luna: “Un solo paso del Presidente de México, un gran logro de la sociedad mexicana”.
Ajijic, Ribera del Lago de Chapala, a 5 de agosto de 2018.
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