Las almas, los cuerpos

Casa de citas/ 390

Las almas, los cuerpos

Héctor Cortés Mandujano

 

El 1 de agosto pasado, el Día Internacional de la Alegría, nació Camilo, mi segundo nieto. Es sabio, sonriente y hermoso. Llegó, como su hermano mayor, Jacobo, a maravillarnos, a darnos más motivos para agradecer, para vivir…

 

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¡Ay!, el placer no está al alcance de todos

François Mauriac,

en El desierto del amor

 

Creo que sólo he leído dos o tres novelas de François Mauriac, Premio Nobel de Literatura en 1952. Leo ahora El desierto del amor (Salvat Editores, 1982), que me encanta. Raymond y su papá, médico, están enamorados de María Cross, mujer de no muy buena fama (su hijo ha muerto y es amante de un hombre rico). María no aceptará nunca los galanteos del doctor, pero quedará prendada del Raymond adolescente hasta que él quiere pasar de las palabras a los hechos y es rechazado.

Los tres, entonces, pese a sus vidas (el doctor es casado, Raymond tiene después muchas aventuras, María se casa finalmente con su amante) viven en la soledad, en el desierto del amor. Mauriac hace pensar a sus personajes sobre la vida en solitario (p. 56): “En cuanto estamos solos nos volvemos locos. Sí: nuestro autocontrol sólo actúa cuando se le sostiene con el control que los demás nos imponen”.

Sobre los otros se insiste (p. 61): “Siempre somos moldeados y vueltos a moldear por aquellos que nos aman y por muy poco tenaces que hayan sido, somos su obra, obra que, por lo demás, ellos no reconocen y que nunca es aquella con la cual han soñado. No hay un amor, una amistad que, habiendo atravesado nuestro destino, no haya colaborado con él hasta la eternidad”.

María escribe una carta al doctor donde cita a Maurice Maeterlinck (p. 64): “Vendrá un tiempo, y no está lejos, en que las almas se conocerán sin ese intermedio que son los cuerpos”.

Se habla del amor y su imposibilidad (p. 147): “No es la muerte la que nos arrebata aquellos que amamos; por el contrario, los conserva para nosotros y los fija en su juventud adorable: la muerte es la sal de nuestro amor; la vida es la que disuelve el amor”.

 

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Ilustración: Alejandro Nudding

 

En una entrevista recuerdo haber leído a César Aira no hablar bien de su novela Canto castrato (Mondadori, 20023), que es, hasta donde conozco su obra, y la conozco bastante, la única novela-novela en este maestro de la novela breve, del relato.

No es grandiosa en sus casi 300 páginas, pero tiene, como en casi todo lo de Aira, una escritura creativa y atrayente, aunque su resolución y su estructura es más o menos convencional, algo que no puede decirse del corpus de este prolífico e imaginativo autor argentino.

La historia es sobre un cantante castrado, como sugiere el título, artista extraordinario, y la tropa que lo acompaña en distintas partes del mundo; los otros personajes centrales son su representante Heer Klette, y la hija de éste, Amanda, un personaje loco e insoportable que, al final, encuentra la paz y el amor en el Micchino, que es el protagonista de la novela.

Piensa Klette (p. 50): “Si las profecías siempre son erróneas, y el ser humano no puede dejar de proferirlas, ¿para qué hablar? Si todo lo que decimos oscila entre la verdad y lo falso, ¿no son vanos y melancólicos todos nuestros discursos?”

Lionello, músico, y acompañante permanente del Micchino, dice (p. 102): “Me pregunto si acaso una obra de arte pasa nunca de ser un esbozo incierto”; concluye: “Prefiero el placer de la concepción a los dolores de parto”.

En sus largas parrafadas, Amanda dice (pp. 128-129): “Los franceses han descubierto que el hombre es una máquina compuesta de ciertos elementos vaporosos con unos clips que lo mantienen unidos”.

El Mogano, otro castrato y maestro del canto, dice al Micchino (p. 133): “¡El cielo, el cielo… el cielo eterno y rumboso! No participa de nuestra conversación, pero habla. Habla sin cesar y no se modifica para hacerlo. Su discurso está desplegado por entero desde la eternidad, y es silencioso y enigmático. Habla, y nadie lo entiende”.

El Micchino, en su insomnio (p. 156), “no comprendía siquiera cómo se podía dormir y estar despierto, cómo podía haber una sucesión de estados en la gente, y que sumados constituyeran la vida”.

El papa, en la página penúltima, dice algo que me encantó (p. 296): “En Egipto, me han dicho, existe un animal curioso, que se llama cocodrilo”.

Contactos: hectorcortesm@gmail.com

 

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