Hay en la medianoche una mañana en ciernes
Casa de citas/ 391
Hay en la medianoche una mañana en ciernes
Héctor Cortés Mandujano
Ho Chi Minh no es un personaje cercano a mis lecturas, sino una sombra de la que siempre he sabido poco. Mi amiga Linda Esquinca me regaló su Diario de prisión (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1974) y en él Ho Chi Minh me hace conocer su humanidad: escribió esta centena de poemas (p. 8) “en chino clásico, entre septiembre de 1942 y octubre de 1943, en las prisiones de Kuomintang”.
Son breves y no tienen la grosería de los occidentales, sino la altura espiritual de oriente. Elegantes, en su mayoría, educados, finos, pese a que, como prisionero, no lo dejan bañarse, y tiene sarna y piojos, después de meses de encierro. Me encantó el titulado “Adiós a un diente” (p. 53): “Igual que el alma al cuerpo atornillado,/ tú fuiste inconmovible… […] Y ahora, separados estamos para siempre,/ mi inseparable diente”.
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John Keats, inglés (1795-1821), lo mismo que el francés Rimbaud y el mexicano Rulfo, dedicó pocos años a la escritura; en su caso, por una enfermedad. En los cinco años que lo hizo logró un renombre mundial. En Odas y sonetos (Ediciones Hiperión, 1995), con traducción, introducción y notas de Alejandro Valero, se halla su completa producción en esas formas poéticas. Las he leído y las vuelvo a leer (el título de esta columna es uno de sus versos).
A mí, que me encanta el campo, me parece plausible decir lo mismo que Keats (p. 37): “¡Oh, Soledad, si tengo que convivir contigo/ que no sea en la maraña de oscuros edificios”.
En otro soneto insiste (p. 41): “¿Quién más feliz que el hombre que, contento de ánimo,/ se hunde fatigado en la hierba ondulante/ de un cómodo escondrijo y lee una delicada/ y complaciente historia de amor y languidez?”
En el soneto donde enumera los prodigios que ha contemplado, el primero fue, dice (p. 47), “el sol, cuando con besos secó todas las lágrimas de los ojos del alba”.
Estos son los dos últimos versos de un soneto (p. 131): “Belleza, Poesía y Fama son intensas;/ más intensa es la Muerte: el premio de la Vida”.
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La plaza de Puerto Santo (Fondo de Cultura Económica, 1961), de Luisa Josefina Hernández, es una novela divertida, en cuyo nudo la venganza de clase no lleva sangre al río. Un grupo de viejos, que se reúne por las noches, encuentran como afición la de fisgonear, por las ventanas que dan a la calle, a las mujeres que se desvisten creyéndose solas en sus cuartos.
Cuando esta práctica se descubre, muchos habitantes de Puerto Santo también descubren mucho de sus familias, de sus amigos y de sí mismos, que desconocían.
El líder de los fisgones tiene, ya, un aburrido matrimonio y su mujer es una especie de nada en su vida (p. 34): “Hacía mucho tiempo que más que relaciones íntimas entre ellos había una especie de comentarios generales”.
Teobaldo, el presidente municipal, tiene como primer ayudante a Ernesto a quien considera propiamente un imbécil sin saber que éste es ni más ni menos que el amante de su mujer. Dice la narradora que, desde la perspectiva de Teobaldo, Ernesto (p. 42) “parecía no tener otra angustia que la falta de dinero, no tener complicaciones psicológicas, no poseer más ambición que la de conservar su puesto. En fin, todo un dechado de cualidades negativas”.
Teobaldo se reunía con ajedrecistas, que le aburrían y, entonces (p. 44), “pedía la segunda cerveza y suspiraba. Añoraba la existencia de otro centro de reunión más agradable y ya para la tercera cerveza, se limitaba a añorar otra existencia”.
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