Gobernar como performance
El politólogo italiano, Giovanni Sartori, alguna vez alertó sobre los peligros que acechan a la democracia a través del uso cada vez más intensivo de los medios de comunicación. Me parece que su temores estaban más que justificados y sus señales de alarma eran correctas, pero sus razonamientos resultaban parciales cuando se entiende que la política es un asunto de élites y un simple procedimiento para su remplazo.
Sobre el diagnóstico negativo de los medios y el ciudadano derivado de su masificación se construía un panorama poco alentador en la política institucional y los destinos de la democracia se observaban en riesgo frente a una sociedad que estaba siendo teledirigida.
Sin embargo, a pesar de que vivimos en una sociedad de masas, el argumento es consecuencia de una mirada fragmentaria puesto que ni en el caso de los medios, ni tampoco en el de la ciudadanía, estamos hablando de sujetos o instrumentos de la comunicación indiferenciados u homogéneos. Más aún, pese al gran poder económico y simbólico que a través de los grandes corporativos mediáticos que dominan el espacio de la expresión pública, regularmente se manifiestan distintas formas de resistencia frente a los embates de las industrias comunicacionales que dominan el espectro audiovisual a nivel global. Además, existe una gran diversidad en los modos de hacer comunicación y los mensajes mediáticos pueden conducirnos al aburrimiento o la indiferencia.
Con todo, en América Latina la política se pone en práctica tanto en las concentraciones multitudinarias (como se observa en las campañas políticas, en el retorno del populismo de derecha e izquierda), como en los medios de comunicación masiva e incluso en las más recientes tecnologías de la información. Pero pretender afirmar que la sola exposición en los medios asegura triunfos electorales es, sin duda, una interpretación audaz de una situación que no opera unidireccionalmente y que en modo alguno es tan transparente como pudiera suponerse en un análisis inicial.
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, nos muestra a través del presunto ataque “terrorista” del que acaba de ser objeto, que existe entre los políticos una fe ciega que gobernar es sobretodo una representación o una puesta en escena. En el contexto de una gran polarización social y un gobierno autoritario, no es ocioso pensar que se trata de un montaje para consumo interno y externo. “Vi y enfrenté a la muerte”, dice el gobernante venezolano, pero ni siquiera se inmuta frente al estallido que presumiblemente había sido organizado para dañarlo y desestabilizar su presidencia. Sin negar la probable existencia de una conjura del imperio para derrocarlo, discurso que la vieja izquierda latinoamericana siempre ha esgrimido para perpetuarse en el poder, el presidente Maduro parece escenificar una farsa que le permita atraer apoyos dentro y fuera del país, así como tener los argumentos para combatir a sus opositores que, según las fuentes oficiales, participan del ánimo perturbador de su gobierno.
En México no son pocos los actores políticos que asimilan que una mayor exposición en los medios garantiza simpatías o respaldos automáticos. El presidente, Enrique Peña Nieto, fue calificado como el candidato teleprompter mientras se desempeñaba como candidato en las elecciones de 2012. Igualmente, se sostuvo que era el aspirante apoyado por las televisoras, particularmente por Televisa. Pero al final de su sexenio, resultaba incontenible la ola de indignación y hartazgo de un gobierno que mostraba ostensiblemente sus desatinos envuelto en un manto de corrupción sin límites.
El gobierno del presidente Peña Nieto cierra el círculo de las reformas neoliberales a través de una serie de cambios contenidas en un acuerdo denominado “Pacto por México”. Dentro de las reformas acordadas con una diversidad de actores políticos estaban la reforma energética y la educativa. En ambos casos hubo no sólo rupturas entre la clase política y mayor polarización social. En particular, la reforma educativa se sustentaba sobre la descalificación de los maestros y, en particular, de los dirigentes sindicales, ambos criaturas del propio régimen que ahora estorbaban a los propósitos del nuevo gobierno. Más allá de que la reforma se haya pactado excluyendo a los profesores, llama poderosamente la atención que el ex-secretario de educación haya decidido invertir en propaganda los recursos públicos de que disponía y no en una mayor profesionalización de los docentes. En tan sólo un año (2017), el secretario Nuño se gastó la nada desdeñable cantidad de 1,963 millones de pesos en promover las “bondades de la reforma magisterial”.
Los gobiernos de los estados tampoco han tenido pudor alguno en el dispendio para la propaganda. Los gobernadores y no pocos alcaldes carecen del más mínimo pudor a fin de gastarse los recursos del erario con el fin de autopromoverse; como en la época en que, Enrique Peña Nieto, era gobernador del Estado de México o, también, Rafael Moreno Valle, mientras ocupaba el ejecutivo estatal en Puebla. El gobernador de Chiapas, Manuel Velasco Coello, ha sido uno de los que cuya opacidad no permite discernir la cantidad de recursos públicos utilizados a fin de promoverse a través del programa chiapasiónate, supuestamente diseñado para impulsar el turismo de esa entidad, pero son reiteradas las quejas del sector turístico que la falta de seguridad y el descontrol desalienta la presencia de visitantes.
Son estos excesos de nuestra clase política en sus diferentes versiones lo que ha querido el electorado castigar. No ha sido entonces la exposición mediática de los políticos de viejo y nuevo cuño como única cosa la que explica la reciente insurgencia electoral de los mexicanos. Morena y su candidato presidencial entretejió una red variopinta que le permitió ganar las elecciones a menudo con candidatos impresentables. El impúdico dispendio, tanto como la arbitrariedad y los despropósitos, fueron motivos suficientes para prender la llama del hartazgo ciudadano que ha podido coronarse mediante el sufragio de castigo. La pedagogía social generada sobre la utilidad del voto será la prueba del ácido de los sucesivos gobiernos.
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