El usocostumbrismo y la política valemadrista

El usocostumbrismo y la política valemadrista

Contra la normalización del sufrimiento

 

No se nace siendo compasivo o solidario. El mundo infantil es egocéntrico, pero evoluciona con la socialización adquiriendo conocimientos y sentimientos. Es cierto que hay muchos casos que contradicen esta tesis, pero si no existieran, los psicólogos estarían más desempleados de lo que en sí el propio sistema social nos impone a todos. A ellos corresponde atender estos problemas, pero me temo que la salud psíquica resulta un eufemismo mientras el país se desgarra entre la inseguridad, la capitulación del Estado, la pobreza y la amplia desigualdad que vivimos.

En una entrevista concedida a la revista Proceso, Roberto Saviano, afirmó que había tenido que consultar y ver muchas escenas grotescas sobre las formas de operar del crimen organizado para poder describir lo más fielmente posible sus códigos y desempeño, sus formas de venganza o los métodos empleados para establecer premios o castigos.

Al menos desde la declaración de guerra contra el narcotráfico, la vida experimenta rendimientos decrecientes. Peor aún, ya no se trata tanto del valor o estima que podemos tener por la vida, sino de las pasiones liberadas frente al dolor ajeno como actores o espectadores. En algunas expresiones del horror pareciera existir cierta satisfacción o placer frente al dolor de las víctimas.

La sociedad puede parecer indiferente, pero que las instancias del Estado obligadas a proveer seguridad a las personas, combatir el crimen e impartir justicia parezcan ignorar la escala del sufrimiento no hace más que atizar el fuego de la violencia. Así, las instituciones públicas se convierten en parte fundamental del problema por comisión u omisión; cuando deberían ser el elemento que permita abatir los índices de inseguridad y violencia que experimentamos como país.

Pero hay un tipo de violencia que parece normal, cuando debiera ser asumida como una señal de alarma. Peor aún, aquella violencia que se justifica siendo parte de una rutina a la que todos debemos acostumbrarnos; forma parte de la tradición y, por tanto, debe ser aceptada porque así es y así ha sido siempre.

Las escuelas normales rurales fueron un gran acierto del gobierno del general Lázaro Cárdenas, con el fin de promover la educación entre la población más vulnerable del campo en México. Fue, también, un mecanismo de movilidad social que permitió a los hijos de los campesinos albergar un futuro mejor. Igualmente, fueron un semillero de la disidencia y un espacio en que se difundieron ideologías libertarias. Más aún, de ahí emergen voces justicieras como las de Lucio Cabañas, quien fuera ultimado por el Ejército Mexicano en lo que se denominó la guerra sucia para eliminar a la guerrilla y a toda forma de protesta social.

En este contexto, llama la atención que estudiantes y autoridades de la Escuela Normal Rural Mactumactza se refieran con algo de humor negro, si no fuera por el horror de los actos que realizan u observan, que ofrecen a los estudiantes de nuevo ingreso un “curso de inducción”. Peor todavía, cuando justifican porque así es la costumbre en dicha escuela la salvajada y un catálogo de humillaciones, maltrato y hasta golpes, a los que están sujetos los estudiantes que ingresan. Si eso no fuera suficiente, también a los propios maestros ha tocado vivir en carne propia algunas de estas manifestaciones del usocostumbrismo estudiantil.

Otra joven que quería ser normalista en Chiapas, pero no sobrevivió al “curso de inducción”.

Como ya se ha informado suficientemente, los hechos han conducido a genuinos actos criminales por los cuales han perdido la vida algunas personas y otras observan secuelas del auténtico vandalismo con que han sido tratadas.

Para desgracia nuestra, Mactumactzá es la expresión espasmódica contemporánea de una abyecta tradición solapada por autoridades escolares y de gobierno, porque bajo esta lógica creen tener bajo control las dinámicas internas, cuando significan la capitulación de la responsabilidad de las autoridades internas y externas al plantel.

No es ningún consuelo, además, reconocer que Mactumactzá resulta el caso de un fenómeno que quizás se ha generalizado en el país. Históricamente, Mactumactzá no es una experiencia aislada y muy probablemente existen y sin duda han existido otras expresiones igual o más violentas como las que se han vivido en estos días.

Por fortuna, también debemos reconocer que quienes apelan a este tipo de acciones resultan una minoría dentro del conjunto estudiantil que integra la comunidad de la Normal Rural Mactumactzá. La colusión entre autoridades internas y externas, con esa minoría rapaz que tienden a la normalización de la violencia que ejercen sobre sus compañeros, no solamente envían señales de alarma sobre la descomposición interna, sino del imperativo que resulta la intervención inmediata a fin de erradicar este tipo de prácticas y recuperar el control de un centro de enseñanza que ha dado suficientes frutos y orgullo por los fines que le dieron origen.

Aunque ya ha sido detenido el director de la escuela, quien resulta el principal responsable no sólo por su encargo, sino por hecho de no haber evitado los actos, no podemos decir que ello nos conduzca de manera automática a la solución del problema. Me temo que el fenómeno es mucho más grave y complejo. El hecho de que ruede una de las cabezas no será suficiente en un ambiente que se antoja bastante descompuesto. Por lo tanto, implica una intervención más a fondo que permita evitar acciones de este tipo en el futuro y retomar el control que a todas luces parece perdido.

Sin embargo, socialmente tenemos también la obligación de discutir el punto, no cerrar los ojos a los atropellos de que son objeto los estudiantes por sus propios compañeros. Debemos ser lo suficientemente enfáticos como para reafirmar que no es normal la violencia, no es correcto invocar tradiciones que denigran a las personas y menos aún debemos aceptar el contubernio, la abyecta promoción o la indolencia de las autoridades en los hechos. Socialmente no podemos permanecer como espectadores de un fenómeno espantoso que no soportaríamos en nosotros mismos o nuestros seres queridos. Los medios tienen un gran responsabilidad en no permitir el silencio que convierte el dolor de las víctimas en un carnaval. No se puede permitir bajo ningún tipo de argumento o bandera lo que ha ocurrido ahí.

 

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