Coordinadores estatales o la competencia entre virreyes
Durante el mes de julio del presente año el Presidente electo de la República, Andrés Manuel López Obrador, dio a conocer los nombres de 32 “coordinadores estatales” que serán la alternativa a los hasta ahora existentes delegados federales en cada una de las entidades estatales del país. Un sustancial cambio inicial puesto que existen Secretarías u otras dependencias federales con representación en cada estado de la República. Es decir, los nuevos coordinadores asumirán el papel hasta ahora representado por distintos funcionarios de variados ámbitos de acción política. Medida pensada, al menos desde el discurso, para controlar el gasto público por la creciente inflación de oficinas y puestos burocráticos. Una austeridad lógica, si se quiere, pero también productora de desempleo inicial en los estados.
Las críticas de la oposición a esta nueva figura, o no tan nueva como se intentará demostrar acá, no se han hecho esperar. La competencia con los gobernadores y la soberanía estatal son las más elocuentes al incidir en la misma conformación del Estado federal mexicano. De todos es sabida que la soberanía de los estados siempre ha sido relativa, y más con los gobiernos surgidos de la posrevolución deseosos de eliminar cualquier cuestonamiento del poder central del partido de Estado, el PRI. Una situación que con la llegada de los presidentes panistas se relajó de tal forma que muchos estados se convirtieron en feudos de un ejecutivo incontrolable para el máximo mandatario nacional o, simplemente, fueron dejados a su libre albedrío a cambio de acuerdos políticos, casi siempre ocultos para la ciudadanía, aunque intuitivamente imaginados por ser impensable la libertad de acción de gobernantes de demostrada condición déspota, además de saqueadores del erario público.
En fin, la nueva medida anunciada por el Presidente electo confrontará, en muchos casos, a políticos que contendieron con los gobernadores electos, en una especie de combate simbólico pero que también puede ser práctico a la hora de ejercer el poder. Y se afirma ello porque este puesto funcionarial recuerda a aquella figura del “jefe político” de reconocida trayectoria e influencia durante el régimen político del general Porfirio Díaz, aunque no fuera en ese periodo del siglo XIX cuando naciera.
El jefe político, nexo directo con el poder ejecutivo central, se convirtió en un sombra, o en una vívida competencia con los poderes estatales, convirtiéndose en una de las figuras más odiadas y criticadas del periodo, y también vilipendiadas por los constructores del hecho revolucionario que destronó al militar oaxaqueño. Así, el control del poder, la información y las influencias sobre el terreno se hicieron presentes para maniatar a las entidades federativas y sus gobernantes. Con o sin razón, eso no siempre es fácil de discernir, esta nueva figura de coordinadores estatales aparece como un poder paralelo al ejercido por los ejecutivos de los estados elegidos en las últimas elecciones del mes de julio.
A nadie sorprende los abusos llevados a cabo en los estados del país, descontrolados en muchas de sus actuaciones en los últimos lustros, pero ello no impide reconocer lo peligroso de la medida. Un riesgo con dos claras aristas necesitadas de ser cuidadas para no aumentar los problemas vividos en los estados. Una primera es de claro perfil político porque si tales coordinadores estatales están en constante relación con el Presidente de la República, y son sus manos, ojos y oídos, también pueden ser visualizados de tal manera por los mismos ciudadanos. ¿Quién mejor que el máximo ejecutivo nacional para resolver los problemas? Es decir, para qué se necesita un gobernador y su gabinete si el coordinador político es realmente el influyente para solventar las necesidades, o responder a intereses determinados vendidos como relevantes para un estado.
Un encabalgamiento de poder coincidente con otra arista, la surgida de la misma condición moral del ejercicio del poder. La creación de esta figura da por sentada la condición honrada, intachable, de las personas que ocuparán el puesto y pone en duda, desde un principio, la de los gobernadores electos o los que ya están ejerciendo su puesto. En definitiva, establece una diferenciación ética por el origen partidista de los distintos funcionarios. Un real peligro puesto que construye el ejercicio del poder desde una visión maniquea y donde una parte, la surgida del ejecutivo nacional, se atribuye infalibilidad por su superioridad moral.
Los cambios no son por sí mismos favorables, aunque auguren retos, seguramente lo más aleccionador dentro de las novedades. Pero hay circunstancias que deben llamar a la reflexión profunda porque de lo contrario se asumirá como beneficioso todo aquello que procede de una parte de la sociedad y, en este caso, de una propuesta política solo, y simplemente, porque cuenta con una supremacía propia de una pureza, de una deontología, que nadie como ser humano puede atribuirse, y mucho menos en cuestiones políticas.
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