Definición de página
A mi primo Pablo le encanta la palabra vagina. Tenía cinco años, no sabía el significado de la palabra. La había escuchado quién sabe dónde. Pero desde que la escuchó le encantó. Si a él lo hubieran invitado al concurso de la palabra más bella del mundo, él no habría dudado, habría dicho ¡Vagina! Cuando yo le preguntaba por qué esa obsesión por la palabra, él no sabía decir por qué. La tía Emerenciana decía que era porque el sonido se parecía mucho a la palabra imagina; por el contrario, el tío Eugenio decía, mientras fumaba un puro, que su ahijado iba a ser un hombre bien macho, y repetía la palabra que le gustaba a Pablo, pero lo repetía atornillándose una esquina del bigote y con ojos de buey excitado: “¡Ah, vagina!”. El tío sí sabía cuál era el significado de la palabra, sin duda.
Los años pasaron y un día, según yo, descubrí el misterio de la palabra de Pablo. Estábamos en una reunión y el tío Eugenio, mientras tomaba una copa de ron, platicó el sobado cuento del judío que pasa las páginas de un libro diciendo: “Vágina uno, vágina dos, vágina tres…”. ¡Sí! Ese era el origen de la obsesión de Pablo (Pablito). Sin duda, había escuchado el chiste que de manera frecuente contaba el tío (se sabe que los viejos repiten una y otra vez los chistes sobados, los cuentan como si fuera la primera vez). Pablito lo había escuchado como vagina, en lugar de vágina, y por eso andaba por toda la casa repitiendo la palabra. Cuando, según yo, descubrí el origen de su obsesión, Pablo ya no vivía en la casa con nosotros. Habíamos crecido. Él, un día, anunció que iría a España (país que se había convertido en su obsesión, porque don Manolo, el viejo que atendía el bar cerca del mercado, le contaba maravillas de aquel país todas las tardes). Lo último que se supo de Pablo en casa era que vivía en Barcelona, trabajaba en una editorial, como corrector de estilo; se había casado y tenía dos hijos. Como yo había descubierto el misterio de la palabra sonreí cuando supe que trabajaba en una editorial. Casi pude imaginarlo frente a un escritorio, al lado de una ventana de tercer piso que daba a la calle y dejaba pasar el sol de las seis de la tarde barcelonesa, llena de palomas y de buhoneros que ofrecían chuchería y media. Casi pude oír que cuando terminaba la revisión de una página del libro, él le daba vuelta a la hoja y cantaba: “Vuelta de vagina treinta y dos”. Y sus compañeros de trabajo, los que estaban al lado de su escritorio reían y lo molestaban y él recordaba la casa de infancia y también sonreía porque escuchaba los sonidos de la casa, los pasos de la tía y el ruido que hacía el tío a la hora que se tumbaba sobre la tumbona y prendía el puro que fumaba con la misma alegría que las gallinas bajaban del gallinero cuando la tía las llamaba para darles el maíz de todas las mañanas.
A mí me gusta la palabra página por dos cosas. La primera por lo que decía la tía Emerenciana; es decir, por la cercanía eufónica que tiene con la palabra imagina; y segunda, porque mi abuelo Enrique siempre decía que la vida era un simple “Darle vuelta a la página”. Cada vez que alguno de los nietos teníamos una aflicción, de esas simples de adolescencia y que nos parecen tan dramáticas como un ataque alemán en la segunda guerra mundial, él nos decía que nos sentáramos a su lado y decía su frase favorita: “Dale vuelta a la página”, daba unas palmadas sobre la rodilla del nieto y seguía leyendo la Biblia.
Yo siempre pensé que esa sentencia debería estar en la Biblia. Hasta el momento no lo sé. Un día pregunté a un pastor, de esos que se saben la Biblia al derecho y al revés, sí era cierto lo que presuponía. ¡No! Me dijo él, con la certeza del que se sabe toda la palabra de Dios. ¡No! En ninguna parte de la Biblia está escrita esa sentencia, me dijo.
¡No! Ahora sé que no está en el libro sagrado. La sentencia es lo que el pueblo llama “Sentencia popular”, hija de la experiencia, transmitida de generación en generación. No está en la Biblia, pero debe ser algo que Dios dijo en el séptimo día, cuando vio que su obra universal ya estaba concluida. Dios cerró los ojos, agotado, y dijo: “Le demos vuelta a la página” y se durmió.
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