La agonía de la política

Con más frecuencia nos damos cuenta que la política, tal y como la conocíamos, está más cerca de su fin. No es cosa que pase en México, ni de algún lugar especialmente lejano o cercano, sino significa toda una tendencia transnacional. Esto puede verse en la aparición de nuevos movimiento sociales -en su mayoría propuestos por jóvenes- que niegan rotundamente estas formas convencionales del trabajo político porque ya no significa mucho para mucha gente y no acciona en nadie y en nada. Ellos lo saben, todo el mundo lo sabe. Menos los políticos.

Al presenciar las campañas presidenciales, ver los debates y escuchar a los candidatos, no nos queda la menor duda de esta especie de zozobra racional campea como si nada. Anquilosado, rebasado, fuera de contexto, todo el sistema político se regodea en lugares comunes y apuestas sin sentido, a no ser el gasto de la multimillonaria suma para esta contienda electoral.

El lenguaje de los cuerpos de los candidatos habla por sí solo. El traje, saco pantalón y corbata, la vestimenta “seria” por antonomasia, recurre a una idea de sobriedad y adultez que no conecta con ningún joven de las nuevas generaciones. Si de por sí, en este país ser político es una de las profesiones más desprestigiadas, el vestirse seriamente no encubre el carácter de “ladrón” y “mentiroso” que el pueblo tiene como idea del político. La corbata y el saco han dejado de ser, desde hace mucho, la insignia de la persona bien portada, cuando menos.

En los cuatro candidatos los cortes de pelo son imprescindibles en la estética que buscan. Jamás un cabello fuera de su lugar, nunca un copete atrevido. Entre más adulto y viejo te veas es mejor, no vaya a ser que parezcas un joven y destruyas la imagen de “madurez” mil veces arraigada en nuestra sacrosanta sociedad que fantasiosamente sirve para mantener la idea de que eso sirve para poder mantener un buen ritmo de trabajo o una idea correcta, según el canon político-adulto. Es este universo, ser joven es sinónimo de bajeza, de no estar en los cabales. De estar loco, pues.

El candidato de menos edad -que no el más joven-, Ricardo Anaya, a toda costa no quiere aparentar lo que quizá ésta le sugeriría. Transita en el invisible limbo de ser jovial –que no joven, es muy distinto- pero al mismo tiempo, adulto. Un niño grande. En los debates, su tamaño y forma de pararse parece no encajar con lo que quiere proyectar; pareciera que su traje le quedara chico; aún cuando viste ese chaleco informal de todos los días, da la sensación de no ensuciarse nunca, de tener todo en orden, en pulcritud, ascéptico, sin emoción. Anaya es de rijosidad discursiva. En exceso, casi todo el tiempo, lo que hace perder sustancia en lo que dice. Mucho rollo, vamos. Encara propuestas, no las debate. Ante mil o cien personas su discurso no se somete a prueba. Sería como esos niños que se ufanaban de haber estudiado dos días antes del examen, ante la angustia de los otros niños que no lo hicieron. Obviamente, nunca daría copia.

José Antonio Meade arranca campaña en Chamula. Foto: Chiapas Paralelo

Por eso su sonrisa helada, casi sin parpadear, a veces tétrica porque en el fondo no quiere sonreír, ni pasar como una persona despreocupada. En ese dualismo, él y sus asesores seguro pensarán que eso significa serenidad y tener al toro por los cuernos, pero lo cierto es que no acierta a ser ni joven ni adulto.

Del candidato del PRI, José Antonio Meade, parece que la famosa “enjundia” que necesitaba para relanzar su atorada y gris campaña, la dictaron los de la CTM. Ya casi no es aquel gordito bonachón que nunca hizo deporte, nunca jugó una “cáscarita” en el barrio y no se enlodó poniendo barquitos de papel en los charcos; que a la hora de jugar “al bote” se la pasaba estudiando sacando puros dieces y aprendiendo idiomas. Ahora, en sus mitines, grita desaforado despues de cada frase e idea que lanza a su público del mismo modo y sonsonete que los priistas dinosaurios de antaño. Nadie le aplaude, porque no le queda, del mismo modo que el chaleco rojo le queda grande, en talla y en símbolo. Representa, eso sí, un impecable burócrata que dice cosas que nadie entiende. Cifras, números, estadísticas, conceptos que se ordenan desde una mente de oficina.

Andrés Manuel López Obrador quiere parecer a toda costa un hombre mayor, alguien que por sí solo de la sensación de “experiencia” e indolencia a todo embate exterior que dañe su figura. Lo suyo no es el acartonamiento de su cuerpo. En traje se ve fatal, como si la corbata le apretara, las mangas se les ve largas. El saco lo pone avejentado, con su sempiterna cara de bravo y gestos de “engentamiento”, da la impresión de no sentirme cómodo en un sitio donde no sabe como comportarse. Para él, el cara-cara con la gente no tiene desperdicio, como pez en el agua: desaliñado, sudoroso, alegre (casi nunca sonrie en televisión), bromeando con chistes bobos y pasados de moda.

En Jaime Rodríguez todo es evidente, sin cortapisa. Un ranchero venido a la ciudad, aparentando que en el campo todo es más franco, más puro, más prístino. Inapropiado en todo, es quizá el más estereotipado de los cuatro. Impertinente, mal vestido, típico adulto proveedor de un hogar machista. Su sinceridad es su fuerte, pero su falta de inteligencia política le hace un personaje cómico, no digno de ser escuchado con atención.

En los cuatro candidatos no les hace falta el verbo. El famoso cantinfleo de la clase política: decir mucho sin decir nada. En los debates y entrevistas, nunca contestan nada, creen que diciendo “es la corrupción”, “abolutamente convencido”, “pérame, déjame terminar”, “mi madre es mi héroe” la gente no se percata de su aislamiento lingüistico y, sobre todo, de propuestas concisas y oportunas.

Todo lo anterior no es nuevo. Ya muchos han coincidido en esta lectura, pero sí es verdad y de urgencia la necesidad de hacer otro tipo de política. Estos lenguajes ya no interpelan ni a la mascota de los candidatos. La gente no es tonta y los políticos creen que sí. Mal hecho. Gane quien gane el próximo julio, la forma de hacer política en el país deberá cambiar drásticamente, y solamente viendo de frente a la ciudadanía, de la mano de la población en general, es que los políticos, estos personajes tan malqueridos y reverenciados, deben dejar su posición porfiriana de entender su quehacer, que ahora mismo se traduce en ser mutantes de otras galaxias, completamente desconectados del mundo real, el terrenal, el nuestro.

 

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