Apología de la violencia
Apología de la violencia
Juan Pablo Zebadúa Carbonell
Decía un clásico que no hay peor cosa que un renegado intentando redimirse. En política es peor, porque puedes convertirte en un cínico de grandes proporciones o en un falso orador de discursos vacíos, empecinado a ser el detentor de la última verdad. Muchas de las veces eso es más evidente con los que antes profesaban ser de izquierda y por algún motivo dejan de serlo.
Los periodistas Ciro Gómez Leyva y Carlos Marín, por ejemplo, después de pleitos y desacuerdos con dicho entorno, de la noche a la mañana se convirtieron en furibundos anti-izquierdistas y no han cejado, a partir de entonces, en denostar cualquier manifestación, discurso, evento o personaje que tenga que ver con eso que ahora reprueban. En ambos casos, han encontrado ahora el cenit de su crítica en Andrés Manuel López Obrador. Con Carlos Marín, la cosa ha rayado, desde entonces, en la nota cómica por su evidente rabia y desubicación gestual y personal cada vez que hablaba de Obrador: si salía el sol, por culpa del ahora candidato a la presidencia; si llovía, también. Cualquier cosa que sucediera en el país, Marín le achacaba todo.
Subiendo de ligas, en otro caso de conversión hay que recordar al escritor Octavio Paz quien renunció a ser embajador de México en la India a raíz de los sucesos del 68, pero 20 años después organizó un magno evento académico de talla internacional para denostar y sepultar ideológicamente, desde su trinchera, las ideas socialistas dentro del campo político (Encuentro Vuelta: La experiencia de la libertad, 1990), co-patrocinado por la empresa TELEVISA.
Pero el caso del periodista Ricardo Alemán siempre fue un poco extraño. Siempre alejado de esos foros, quien fueraparte fundadora del periódico La Jornada nunca había sido referente como contrincante frente a los pensadores de izquierda. Nunca había sido mencionado como alguien con quien debatir a nivel nacional ideas y posiciones, no obstante de tener un Premio Nacional de Periodismo. Quizá por eso cada vez fue incendiando su discurso; cada vez subía de tono a sus críticas a cualquier evento político o personaje ya no tan solo de la izquierda, sino de cualquiera que estuviera en contra del establishment. Pareciera llamar la atención a toda costa, a gritar su postura como si nadie le hiciera caso.
Contrario lo que cualquier manual de periodismos serio indica, su estentórea pluma no formaba parte de un debate de ideas, sino de una cascada de vituperios que alcanzaba tanto a los simpatizantes cardenistas, amlistas, morenistas, perredistas, y ahora hasta panistas. Son famosas sus frases como “legión de idiotas“ y de “manada” cuando se refiere a usuarios de las redes sociales, entre otras más cosas. Apenas hace una semana, en un video se refirió despectivamente a los muchachos “levantados” y después disueltos en ácido en Jalisco.
Por todo eso, la voz popular siempre se le consideró parte de la nómina gubernamental, alguien que, debido a su escandalosa prosa no debía ser tomado tan en serio. Pero en el tuit del fin de semana, sí se pasó. Lo que viralizó la postura de Ricardo Alemán no deja de llamar la atención, no tan solo por el tono usual que utiliza, sino porque evidencia cierta tendencia de normalizar la violencia. De por sí es una irresponsabilidad mayúscula que un periodista nacional diga eso, sin pensar que no tiene consecuencias usando como escudo la “libertad de prensa”. Pero lo insólito es soslayar el contenido del tuit como mensaje y las implicaciones que puede tener en un país que alcanza casi los 250 mil muertos por una guerra desatada hace 11 años. No se trata aquí de entrar al debate si alguien tiene más derecho a expresarse cómo se le dé la gana, según la óptica desde nuestras libertades (en Alemania están prohibidas todas formas de apología del nazismo, por razones obvias). Lo que sí debe estar en el rasero de los límites es la ética que debe seguir cualquier profesional de la comunicación. Aquí se rebasaron todos. Incluso en broma, llamar al magnicidio en un país como el nuestro es, literalmente, alentar el odio y a la división (ya andan por ahí algunos comulgando con lo que propuso Alemán), que es lo que un sector quisiera en el país con tal de que no llegue Obrador la presidencia. La violencia como opción.
Pedir que el PRI gobierno no haga fraude electoral es como solicitar que Estados Unidos no intervenga en ningún país. La sombra del fraude está cada vez más latente, por lo elevado de tono de las discusiones en cualquier foro y redes sociales y por la desesperación del aparato del gobierno. Una de las salidas es la violencia, antes del eventual triunfo opositor, para desestabilizar, y después, para des-gobernar. Por eso debe asustarnos, y mucho, el “periodismo sicario de Alemán, como fue bautizado en las redes sociales. El peligro de hacer apología de la violencia en un contexto como el nuestro, cuando apenas supimos que tres jóvenes estudiantes de cine fueron diluidos en ácido y dos ciclistas extranjeros desaparecieron y aparecieron muertos en una carretera de Chiapas, no es un “error” de tuitero novato y pendenciero. Normalizar la violencia es lo peor que nos puede pasar. Si eso sucede, una parte de nosotros, como individuos y como sociedad, se diluirá entre la indiferencia necrófila y el pasmo de saber que los violentos y la violencia en general son mayores que nosotros.
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