Definición de música
Rocío dice que cada ser humano tiene su propia definición de música y que cada una de ellas es válida. Rodrigo dice que su abuelo Efraín, mientras trabajaba en su carpintería y escuchaba música en la radio, decía que la música eran “Hilos invisibles que mueven los pies”.
Yo también tengo mi definición de música, pero se queda pálida ante la definición de don Efraín: “Hilos invisibles que mueven los pies”. Se me hace una definición genial, porque de niño, cuando iba a las fiestas y me sentaba en el piso lo primero que veía era cómo, al primer bolillazo de marimba, se movían los pies de todos los que estaban sentados, en sillas azules, plegables, debajo del manteado en el patio central de la casa. Cuando escuché la definición del abuelo de Rodrigo supe que eso era lo que sucedía: la música (en marimba), a través de hilos invisibles, movía los pies de los escuchas.
El otro día fui al despacho de un arquitecto. La secretaria (niña muy bonita, con el cabello recogido y con un escote que dejaba ver un tatuaje en la parte superior de su pecho izquierdo) me dijo que esperara tantito, que me sentara mientras el arquitecto me recibía. Yo me senté, tomé un periódico del revistero y comencé a hojearlo. En realidad me hacía tacuatz, porque, de manera tangencial, para no ser muy obvio, observaba el escote de la muchacha, para intentar descubrir cuál era el dibujo que tenía. Vi que ella entrecerraba los ojos y supe el motivo: Tenía un audífono pequeño en un oído izquierdo (pienso que lo hacía así para tener un oído atento al teléfono, al llamado de la puerta o a cualquier indicación de su jefe). El oído izquierdo escuchaba música (quién sabe qué) y el oído derecho estaba presto a los demás sonidos. Ella movía tantito la cabeza. Pensé en la definición del abuelo Efraín: “Hilos invisibles que mueven… la cabeza, también”. Y luego, con los ojos cerrados, ella movió tantito los hombros, hacia arriba, a la izquierda, y luego hacia la derecha, como si fuese un auto pasando encima de un tope, de manera cadenciosa, rítmica. Ella siguió con los ojos cerrados y yo con los ojos abiertos, gratamente sorprendido, agradecido por presenciar ese instante sublime en el que una muchacha bonita, de pechos bellos, dejaba que los hilos invisibles de la música la fueran guiando por caminos también invisibles. Ella (perdón por insistir) estaba sentada y aun así parecía bailar. No podía ver sus pies, pero imaginé que, igual que las demás extensiones de su cuerpo, estaban en movimiento. Supe, también, que su corazón palpitaba al mismo ritmo. Como era una chica linda pedí a todos los santos (para no frustrarme) que no fuera una canción de Arjona la que movía sus hilos. Me hubiese gustado que ella me viera, me llamara y que, notando mi insistente mirada, me ofreciera el audífono que no utilizaba y me dijera: “¿Quiere escuchar que oigo?” y me colocara el audífono en cualquiera de mis oídos y yo escuchara a Barry White y ella, viendo mi rostro iluminado, dijera: “Mi papá es admirador de la música de Barry y yo ya me volví adicta”. Para ese momento, mi cuerpo también ya estaría entregado a esos hilos invisibles y, con pasito tuntún, yo movería mis pies y ella, muchacha bella, hilo de oro de la vida, sonreiría satisfecha, y yo sonreiría más por esa gracia divina de poder compartir ese instante con ella.
Pero nada de esto se dio. Yo seguía con el periódico entre mis manos, desviando la mirada de las hojas, insistiendo, desde el asiento, atisbar el tatuaje. Pensé que, con cualquier pretexto, podía levantarme, acercarme a ella, acodarme en el escritorio y, con ligero atrevimiento, ver el dibujo, pero luego pensé que (me conozco) mi mirada delataría cierta perversión, ella se ofendería, porque pensaría que mi mirada estaba dirigida más a su pecho que a su tatuaje. Si debo ser sincero, desde mi asiento se veía un busto como de duna sencilla y agradable donde el deseo podía levantar su tienda de campaña.
Escuché su voz (tenía un tono medio, muy sensual, como de esas actrices que tienen como única misión en el mundo la encomienda de seducir a los espectadores). Dejé el periódico y me acerqué. ¿Se haría realidad mi deseo? ¡No! Dijo que el arquitecto me esperaba y señaló una puerta hacia donde debía caminar. Por un instante me resistí. Hubiese querido quedarme un rato más, sólo breves instantes, para apreciar su tatuaje, para llenar mi mirada con los pétalos de su cuerpo, para escucharla decir: “¿Le gusta la música de Barry White? ¿Quiere oírla?”
Cada ser humano tiene su propia definición de música. No digo la mía, porque no alcanza los hilos invisibles de la definición del abuelo, pero mi definición tiene algo de aire y algo de vuelo.
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