Desde la tierra caliente a Los Altos

 

Parte XVII y última

© Abandonada y sin embargo bella. Templo de San Vicente Ferrer. Copainalá, Chiapas (2017)

Copainalá, Chicoasén y San Fernando. Se encaminan ahora rumbo a Copainalá, uno de los tantos pueblos de Chiapas, trepados a las montañas. A donde, antes de entrar a la ciudad, encuentran topes de tierra suelta, dispuestos por la voluntad del dueño de los negocios que en una curva, invaden el derecho de vía e incluso la vía pública. Cosa rara, pero junto a la calle por la que deciden bajar hacia el centro, topan una mula cargada, una señora con rollos de hojas de plátano sobre la cabeza y… a que ni se imaginan: toda la propagada referida antes, localizada sobre las carreteras visitadas, y hasta, por primera vez, una pick up toda “decorada” con la publicidad de la Fundación la Luz de los Pobres.

Intentan bajar pero muy pronto deben echar reversa: la CFE ahora mismo extiende sus líneas de alta tensión sobre varias arterias. Bordean el centro por calles aún más altas, tortuosas y empinadas, llegan a la plaza, dejan la camioneta y a caminar. Desean recorrer el entorno externo de la antigua y fastuosa iglesia de San Vicente Ferrer, hoy de San Miguel Arcángel, y así lo hacen. Recuerdan los años ochenta, cuando se exhibía toda derruida, desprovista de techos, absolutamente abandonada; con su portada a punto de caerse.

Obra arquitectónica de origen colonial, de orden mudéjar y manufactura dominicana; atrapada en ese tiempo por casas y taludes, rodeada de barrancos, vegetación y escombros.

Se alejan para observarla desde la distancia y dice Augusto que es indudablemente hermosa. A pesar del eclecticismo estilístico que priva en su construcción. Que es de una sola nave algo estrecha, aunque cuenta con dos capillas transversales que justamente forman el crucero típico de estos templos viejos, cuyo techo es aún más alto que el del cuerpo principal. Que de su ábside posterior, seguramente sublime, sólo quedan huellas: cimientos y algo de sus muros. Que la fachada es más bien renacentista con agregados barrocos, aunque…

Lo que es en verdad majestuoso en esta obra, es su atalaya o campanario de tres plantas, anexo a la derecha, cuerpo independiente. Verdadera fortaleza provista de una torre y al mismo tiempo de un caracol de ladrillo rojo, exterior, adosada a la nave y al campanario. Una exquisitez arquitectónica que recuerda la torre de la iglesia y convento de Tecpatán, construido por los mismos años, segunda mitad del siglo XVI; pequeño conjunto mudéjar que podría referir arquitectónicamente a todo el templo, a pesar del rosetón de inspiración gótica que adorna al inmueble por su flanco Sur y demás elementos estilísticos diversos.

En fin, más o menos reconstruida yace aquí, la iglesia de Copainalá, aunque para nada restituida de acuerdo con los cánones de la restauración académica. Su atrio original cercenado, la calle de alta circulación de vehículos junto a su puerta central, su inutilidad total pues las funciones religiosas fueron trasladadas desde hace tiempo al “nuevo” edificio anexo, y su puerta monumental aún sin reforzarse, la convierten en una obra a medias, descuidada. Nadie ha invertido en ella un centavo, desde finales de la década de los noventa del siglo pasado, cuando el antiguo CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, decidió reconstruirla, si bien a su aire y a troche moche.

De todos modos luce esbelta y más o menos entera, la antigua iglesia de San Vicente Ferrer, a pesar de su desatención por parte de la Parroquia, el Ayuntamiento, el gobierno del Estado y en especial el INAH, institución nacional abocada a la conservación, estudio y divulgación del patrimonio arquitectónico de los mexicanos.

Pero urge ya, a los excursionistas, volver a Tuxtla, al punto de partida, para comer.

Así que tras aceptar los helados de guanábana que ofrece el nievero, que no “nevero” como dicen en el centro del país, se encaminan ahora hacia la cortina de la presa hidroeléctrica Chicoasén, la misma que oficialmente nombran Ing. Manuel Moreno Torres. Salen hacia la carretera y ¡Horror!: cerros enteros derramados materialmente sobre el camino. Nulo mantenimiento a la avenida, cuando menos desde aquí a la mole de la Presa, pasando por el río y el pueblo de Chicoasén.

Un gran escaparate advierte que, la gente menos agraciada de la región no está de acuerdo en pagar su consumo de energía eléctrica. Letras negras y rojas expresan: ¡No a los medidores! ¡No a los cortes de energía eléctrica! ¡No a la CFE! Aunque por ningún lado aparece el nombre de la organización demandante. Avanzan sobre el camino agreste y ello hace rememorar a Augusto. Él recuerda la antigua carretera que desde Soyaló comunicaba con Chicoasén, Copainalá y toda esta parte de la zona zoque, aunque también con Bombaná. Camino que aún persiste, al igual que el pequeño tramo que conduce a Osumacinta en su nuevo y traumático asentamiento. Bombaná: una de las primeras centrales hidroeléctricas modernas del estado de Chiapas.

Pasan por San Luis, Casa Blanca, La Nueva y varias otras localidades ubicadas junto a la carretera, cruzan la línea divisoria que separa a Copainalá de este municipio, y ya están en La Represa; atraviesan el vado de Chicoasén, la cortina alta del Grijalva, y el túnel que acorta el recorrido a San Fernando: el mismo que en dos minutos atraviesa la montaña. A la izquierda, a cierta distancia divisan el famoso y extenso ejido Benito Juárez. La carretera bordea sobre el monte alto, flanco Este de San Fernando, desde donde otean sus calles súper-empinadas, su plaza y templo, sus cerros urbanizados.

 

Comida y final del viaje

Continúan, brincan los horrorosos topes de Álvaro Obregón y Viva Cárdenas, pero ya, afortunadamente les es imposible llegar a comer a Tuxtla. El hambre aprieta el estómago de los tres. Clara sugiere “comer por acá, pues hay un buen restaurant, después de la finca del obispo de San Pascualito”. Debido a ello deciden entrar más adelante y a la izquierda, al veterano Restaurant Italiano, aunque antes de ello… llama su atención la sombra, la humedad y los sabinos de un nuevo comedero que se anuncia a la derecha.

Es desconocido por Clarita y Augusto, aunque Juan José dice haberlo visitado un par de veces. Cuenta maravillas del lugar, desde el proceso de su construcción, pues su compañera trabaja en San Fernando. Así que sin pensarlo dos veces, viran y ya entran por en medio de muros y construcciones de piedra. “Esa es la casa de los dueños” informa Juanjo, la residencia de dos plantas que domina el estacionamiento.

Rica Villa se llama el lugar, nombre desafortunado para el gusto de Clara y Augusto, pero al fin están ahí y ya emprenden la revisión de su carta de alimentos que… imaginan chiapaneca, aunque no: el sitio en general ofrece platillos y bebidas “mexicanas”. Pero ocurre algo en verdad inaudito aunque esencial; algo que debería ser común de bares y restaurantes en todo el país. El lugar dispone de bohemias tradicionales y obscuras; cervezas de las dos compañías nacionales, Cervecería Modelo y Cervecería Cuauhtémoc-Moctezuma, e incluso tres o cuatro buenos tequilas aunque no mezcales.

Es miércoles, hay poca gente, les sirven las bebidas, van a los sanitarios, y “ordenan” como sugieren los camareros. Juan José pide varias quesadillas aderezadas con salsa mexicana, chiles toreados y cebollas asadas. Doña Clara ordena alguna arrachera suave con ensalada de berros y tajos de aguacate, y Augusto entre las decenas de platillos por demás apetecibles, pide el caldo de res en siguamonte, el único consomé de la tierra, disponible; el caldo de hueso asado de Los Cuxtepeques. Clara y Augusto deambulan por el lugar, regresan al cobertizo de suelo y techo de madera, pero aún no les sirven de comer.

Apreciación: el lugar es excelente, mitad jardín botánico, mitad museo de antigüedades; fresco, luz tenue, atravesado por un arroyuelo que a ratos se pierde entre la vegetación y el piso de las terrazas. Buena es la comida, ni duda cabe, aunque… insisten nuestros comensales: no es de la tierra, como sería de esperar en tratándose de un sitio de Chiapas, campestre y tradicional. Y he aquí la cuestión: que debe mejorar radicalmente la calidad de sus servicios; el de sus meseros lentos y desacomedidos, y el de sus sanitarios que dejan a la imaginación lo demás.

Terminan de comer justo después de la llovizna, salen del jardín de los sabinos inmensos. Ya ha de ser tarde, las cinco o 05:30, ya les hace falta el último tramo, aunque corren con cansancio y sueño. Suben las lomas de don Ventura, entran a la famosa encañada de San Fernando o de La Chacona, y ya están ahí, junto precisamente a la Feria Chiapas, rumbo occidental de la ciudad.

¡Uf! ¡Por fin hemos llegado a casa! exclama Clarangélica, aunque aún les hace falta el último tramo. Toman el camino de la vieja finca La Chacona, hoy instalaciones de la Secretaría del Campo, pasan frente a la ermita antiquísima de la hacienda Juan Crispín, reconocida también como ejido Plan de Ayala. Luego se enteran de una decisión absurda: que el Ayuntamiento tuxtleco ha puesto a la calzada, primero el nombre de Vicente Guerrero y luego el de Vicente Fox, el más ordinario de los presidentes de México, cuando su nombre debería ser cualquiera de los dos antiguos, mencionados.

Entroncan con el boulevard central de la ciudad, cruzan el antiguo municipio libre de Terán, se desvían hacia el Libramiento Sur, atraviesan de Poniente a Oriente parte de la ciudad, llegan al Parque Patricia y, ahora sí, con justeza y propiedad, ya pueden decir que están cerca de su casa, junto al zoológico, ¡de nuevo al Aguaje del Zapotal!

Retroalimentación porfas. cruzcoutino@gmail.com

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