Definición de número
Por más resistencia que oponga, el ser humano termina siendo un número. Es un número durante su vida. Se vanagloria de su nombre y lo presume por todos lados, bueno, menos aquellos que están inconformes con el nombre que le asignaron sus padres en un mal momento, los padres que siguieron la conseja del calendario o los que se dejaron llevar por el alud de la fama de los artistas. En Comitán, muchos esconden detrás de una C el nombre de Caralampio, porque no les satisface; de igual manera, muchos eliminan el Ponciano, porque la terminación se presta a albur (y al decir “presta” no intenté alburear. Lo juro).
Los números, a pesar de ser ingratos para designar a un ser humano, no son crueles, a menos que en la lista del salón, al alumno le toque el número 41, que es el número que (no sé por qué) se relaciona con los homosexuales.
En los lineamientos de la Reforma Educativa debería haber un apartado que prohíba, de manera terminante, que el pase de lista se realice a través de números; debería haber un apartado que exija que el pase de lista se haga a base de nombres propios, porque la costumbre del pase de lista a través de números sólo abona a la indefinición de la personalidad, por eso, al menos en mi pueblo, muchos son felices cuando les dicen sus apodos. ¡Claro! Las letras son más significativas que los simples números; es decir, todo mundo advierte la grandeza de los Diez Mandamientos, pero la eminencia radica en los preceptos y no en la simple secuencia numérica; es decir, todos estamos de acuerdo en que si el mandamiento dos fuera el tres (“No tomarás el nombre de Dios en vano”) no habría modificación alguna, porque (es principio matemático): “El orden de los factores no altera el producto”. En cambio, la modificación en las letras sí cambia el sentido de todo. Si juego con la palíndroma “ama” veo que es lo mismo, pero si cambio el orden de la palabra rama y la convierto en amar el sentido es diametralmente opuesto, porque, como dice el sobado chiste: No es lo mismo Ramona Cabrera, que la cabrona ramera.
Somos números. Hay personas (las conozco, de veras) que se aprenden de memoria “su número” del Seguro Social y el de la tarjeta de débito. Hay tarjetas bancarias (ustedes las conocen) que no están personalizadas, que son un simple chorizo de números.
Cuando solicito un tanque de gas, para la casa, la señorita (siempre amable) me pide mi número de teléfono. Introduce este número en su base de datos y entonces ya me identifica. El otro día (lo juro) me topé con un ex compañero de la secundaria y él, sin reconocerme a cabalidad, me vio a los ojos y dijo: “¿Vos sos el dieciocho de la lista?”. Yo quedé atolondrado, nada dije, me despedí, pero conforme iba caminando con rumbo al mercado para comprar una bolsa de cacahuates, pensé en la memoria prodigiosa del ex compañero, porque, en efecto, yo era el dieciocho de la lista. ¿Se había aprendido de memoria los números de todos? Tal vez fue más sencillo que aprenderse la relación de nombres.
Cuando alguien me menciona por número no hago caso. En el banco pido favor a un amigo para que pase a depositar, y cuando hago fila para comprar las tortillas no digo que soy el número tres de la fila, ¡no!, a cada uno de los que me anteceden les invento nombres y así digo que estoy detrás de Carmelita o de Alonso.
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