La violencia, otra vez
Es imposible no hablar de la violencia. El desborde que ha alcanzado en nuestro país no tiene precedentes en las últimas décadas. ¿Por qué hemos llegado hasta aquí? Una pregunta compleja, pero al mismo tiempo muy obvia. El total desorden que tiene la vida social y política del país, tiene responsables directos y son los gobernantes actuales, pero también los otros dos sexenios pasados y, en general, la ausencia de gobierno, de una administración y gestoría pública de gran alcance que haga bien su trabajo.
La violencia en México no es únicamente la utilización de la fuerza, que sería hoy su forma más cruda y dramática para entender la ausencia del Estado, sino una serie de acciones que hacen de la realidad nacional un caldo de cultivo para la aparición de muchas formas de marginar a la ciudadanía. Por ejemplo, en las múltiples formas de corrupción, enraizadas en las autoridades públicas, las que supuestamente deben velar por el estado de derecho; la desvinculación total entre gobierno y gobernados, en un país donde una de las más desacreditadas profesiones es el ser político y en donde nadie cree nada de lo que ahí emana; en la nulidad de cualquier servicio público, en los baches de todas las calles de la ciudad, en las filas sin fin de la burocracia, en las alzas de la luz, agua, gas, gasolina, todo; en los despidos masivos de trabajadores de Chiapas, en los descuentos de los sueldos de trabajadores del gobierno y demás dependencias que, todos sabemos, irá ilegalmente al bolsillo de los políticos en turno; en el poder judicial, corrompido, desaseado, encargado de generar la necesaria justicia para todo el mundo, se ha convertido en un nido de indolentes que cobran al mejor postor y en beneficios a sus propios intereses. ¿Quién no ha tenido una no mala, sino terrible experiencia con la policía en México? ¿O en cualquier trámite que tenga que ver con la procuración de justicia?
La violencia también proviene del uso indebido de los dineros públicos. Asqueados, somos testigos de una campaña política multimillonaria que dura seis meses, con dinero de todos nosotros tirado, literalmente, a la basura, en spots de milagros insospechados como el “ahora sí debes creernos”, en carteles de rostros de sonrisa helada, delincuencial, colmados de cinismo rampante de saberse parte de un circo que simula todo, menos las descomunales ambiciones personales y el hurto del dinero público. ¿Dónde quedó la iniciativa de la gente que pedía a gritos la utilización de esos fondos a los damnificados de los terremotos de septiembre pasado?
Existe una impresión de que, hundiéndose el barco de la nación, no hay timón ni dirección que lleve a buen puerto el fin de este desdichado sexenio. Incluso, renuncia el Secretario de Gobernación, el encargado de la seguridad interior del país que, además de evidenciar el fracaso en esa materia, deja de lado un trabajo que amerita por lo menos una moral a toda prueba indicadora de que se vela por el bien común. Esto se vincula con otra percepción, la de una especie de epidemia de grupos violentos, de la aparición cotidiana de hechos que antes no teníamos contemplados en nuestros imaginarios. Como si de repente, al no haber Estado, ni autoridad, ni gobierno, se soltaran todos los males existentes dejándonos en una absoluta indefensión. Nadie nos cuida, nadie se hace cargo de lo que debería hacer como gobierno e instituciones.
No hay un solo territorio del país que escape de la violencia e inseguridad. El mito de que solo pasaba “en el norte” se ha derrumbado por completo. Los niveles de inseguridad que Chiapas tiene actualmente, ha sobresaltado a todo el tejido social. Como ya han dicho muchos analistas, la sensación que no hay donde huir ha llegado a nuestro estado y los premios de pacotilla que se (auto) entregan no hace ver sino la inmundicia en la que la clase política local está hundida.
Esta violencia es algo parecido a una guerra contra el ciudadano. Una guerra total, sin cuartel, donde los costos los ponemos nosotros, incluidos los muertos. Pero, al mismo tiempo, de nosotros depende, nada más que de los ciudadanos y ciudadanas de bien, el no hacer habitual ni parte de nuestras vidas este desasosiego que estamos pasando. Hay una esperanza, debe haberla por fuerza, y esa representa estar en colectivo, luchando en nuestras propios campos y hacer de este tiempo, el que nos toca vivir, un mundo de nuestros deseos y anhelos más preciados.
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