El origen de la belleza
Casa de citas/ 365
El origen de la belleza
Héctor Cortés Mandujano
El pabilo que nadaba en la lámpara de aceite se suicidaba
–y su vida no había sido feliz
Virginia Woolf,
en “Una posada andaluza”
Virginia Woolf habla de lugares, viajes, música y pintura en Atardecer en Sussex y otros escritos (Abada editores, 2014). Dice de la música, en “Los músicos callejeros” (p. 39): “Aunque muchos son insensibles a la melodía, casi nadie está creado tan toscamente como para no oír el ritmo de su propio corazón en la palabra, en la música y en el movimiento. Como es innata en nosotros, nunca podemos acallar la música más de lo que podemos hacer que se detengan nuestros corazones…”, y sigue (p. 40): “Este principio lo ha reconocido en cierta medida el ejército, donde se inspira a las tropas para que marchen hacia la batalla al ritmo de la música”.
(Dice Plutarco, en Vidas paralelas, libro eterno, cuando habla de Licurgo, que el ejército de hombres marchaba “al numeroso sonido de flautas, […] sin turbación alguna en sus espíritus, y más bien con semblante dulce y alegre eran por la música como atraídos al peligro”. Mi ejemplar es de Porrúa, 1964, p. 75.)
En “Dibujos y retratos” sabe la Woolf que la pintura es un lenguaje muy alejado de la transcripción oral, escrita (p. 175): “Pero ¡palabras, palabras! ¡Qué inadecuadas sois! ¡Cómo se cansa uno de vosotras! ¡Siempre decís demasiado o demasiado poco! ¡Oh, estarse callado! ¡Oh, ser un pintor!”
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La fosa común de la tragedia griega debe contener un millar de obras
Kadaré,
en Esquilo, el gran perdedor
Esquilo, el gran perdedor (Siruela, 2006), es la reunión de los muchos escritos que sobre este gran trágico ha escrito, de 1985 al 2000, el célebre novelista albanés Ismaíl Kadaré.
Lo que más lamenta, en varios textos, es la pérdida de quién sabe cuántas tragedias (p. 73): “El salvamento de una pequeña parte de ellas sólo se produjo por azar. De modo que no fue la pérdida lo casual, sino la salvación”.
Lo ha estudiado a detalle, leyéndolo y leyendo a otros (p. 227): “Aristófanes descubre un rasgo fundamental de Esquilo: sus grandiosas estructuras están compuestas de subestructuras, y estas últimas de detalles de peculiar valor”.
Como suele ocurrir con los admiran demasiado a alguien, exalta el valor de Esquilo denigrando a los otros dos trágicos (p. 246): “El lugar de la turbulencia esquílea, misteriosa pero grandiosa, fue ocupado por el dramatismo más consciente de Sófocles, y el de este último por el realismo primitivo, si se nos permite la expresión, de Eurípides”. A mí, de los tres, me gusta más Eurípides, pero no escribiría nada malo en contra de los dos restantes. Cada cual con sus ángeles y sus demonios.
Dos ideas que aparecen constantemente en este libro son que la guerra de Troya no se da por el ayuntamiento sexual entre Paris y Helena, sino porque este troyano no respetó el canon que obliga al invitado (como fue Paris en su momento) a cuidar los bienes, la persona y los familiares de su anfitrión, Menelao (p. 189): “¿En verdad pudo servir el rapto de Helena siquiera de pretexto? De la lectura de la Orestíada se desprende con nitidez que no”.
Sobre esta idea, la violación del canon del anfitrión, Kadaré escribió una gran novela: Abril quebrado (a Kadaré lo he leído bastante y creo que El nicho de la vergüenza y Crónica de piedra son, también, novelas magníficas, que nadie que guste de la literatura debe perderse).
La otra idea es que sin la ocupación y destrucción de Troya, sin el complejo de culpa que por ello quedó en los griegos, no hubieran existido los dos poemas (ahora novelas) seminales de la literatura universal (Ilíada y Odisea) ni las máximas creaciones de Esquilo, Sófocles y Eurípides. El pueblo griego hundió (p. 19) “en el más profundo de los sueños a otro pueblo: el troyano”.
La muerte y la desgracia fueron, en este caso, el origen de la belleza.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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