Desde la tierra caliente a Los Altos
Parte décima sexta
Reconocen las localidades Gracias a Dios y Vista Hermosa y, aunque el bosque de pino-encino continúa, este se va enrareciendo conforme desciende la altitud del terreno: los árboles se vuelven más pequeños, menos corpulentos; las variedades de roble son diferentes, más chaparras; se va intercalando una vegetación arbustiva y herbácea de otro tipo y en fin, la densidad de uso de estas tierras es más alta: más y más parcelas pelonas, dedicadas presumiblemente al ganado y a la agricultura.
Coapilla y su laguna encantada
A la derecha, dentro de una zona librada del sol por algunos pinos frondosos, divisan infraestructuras agrícolas abandonadas, de las que desafortunadamente establece el gobierno sin ninguna planificación, o sin la previa concienciación de los beneficiarios. Tres o cuatro jagüeyes de los que hoy llaman “ollas de agua”, se ven desperdiciados; varias estructuras y toldos de viveros e invernaderos en la ruina.
Observan los andariegos a quienes seguimos, cada vez más tráfico sobre la carretera y viviendas en las inmediaciones, y de pronto ya están en las calles de Coapilla, la Coapa pequeña, probablemente antigua compañera de alguna original Coapa grande, vecina. Coapa: río de las víboras, o río en el que existen víboras, pues el nombre deriva de los voces nahuas coatl: víbora y apan: en o sobre el agua, de donde se deduce “río” o “arroyo”. Su nombre en zoque, lengua original de la región, sin embargo, es Kuñømø, lo que significa: ….
Entran a la pequeña ciudad y deciden dar una vuelta por su Laguna Verde, total que está aquí junto a sus calles: zona prácticamente incorporada al desarrollo urbano.
Sigue en su sitio el restaurant y el embarcadero, los pequeños toldos con mesas y bancos, la renta de pequeñas embarcaciones, pero continúan por el camino que lo bordea a mano derecha. Llegan al bosquecillo en donde tres o cuatro casas formales conviven con la naturaleza, construidas, naturalmente para pernoctar en ellas, e incluso para quedarse por días, aunque sus áreas anexas y equipamiento accesorio se observa totalmente destruido. Es evidente la dejadez y el abandono con que las administran sus dueños o encargados.
Continúan sobre esa mezcla de barro rojo y juncia seca, llegan al final de la acequia y atraviesan la zona fangosa que le provee humedad durante este tiempo. Suben tantito y se encuentran con el camino que a decir de los viandantes, va hacia “San Pedro, un pueblecito viejo que ahora se llama Unión Portes Gil”, y el camino pordios que es hermoso, pues su cielo está cubierto con pinos bien crecidos. Entre ellos la vegetación es densa, tenue luz penetra por entre los árboles hacia el camino, y éste luce colorado o terracota, a tramos cubierto por las agujas secas de los pinos, sus hojas aciculares. Se estacionan para el tentempié del medio día, justo cuando varias vacas aparecen por el camino desde la ciudad.
Atrás y a pie viene su conductor o vaquero, un tipo viejo, vara en mano, machete y morral al hombro, quien se anima a conversar con ellos. Comparten con él sus frutas y chucherías. Dice que tres reses van preñadas, dos se ven panzonas porque recién “se desocuparon” y que las otras son apenas “novillonas”, aunque “ya mero van’estar listas pa’la monta”. Quiere saber todo acerca de ellos y le informan. A cambio, él cuenta una versión resumida de la leyenda de la Laguna Verde, el lago en cuyas cercanías están, además de soltarles una perla: que si caminan entre la maleza, debajo de los pinos, van a encontrar “mora, morita dulce, negra y roja. Este es su tiempo. Quienquita y encuentran…”.
Cruzan los tres hilos de alambre del encierro y efectivamente, algo recolectan: tres o cuatro pequeños racimos, aunque en el caso de Augusto, desde pronto llaman su atención los tecolúmates encarnados. Los que cuelgan desde dos pinos distantes. Nos referimos a los magueyitos parásitos, aunque específicamente a la epífita bromelia que durante todo el año florea esos racimos hermosos que llaman también pescaditos. Pues ahí se va don Augus, entre el monte, alejándose del contraluz, hasta que se ubica debajo, probablemente a ocho o diez metros de altura. Logra un par de fotos y va de vuelta… aunque luego reemprenden el camino, cruzan ahora sí, la plaza y el pueblo de Coapilla, reconocen la casa antigua toda desprovista de repellos, adobes descubiertos, madera en su estructura, puertas y ventanas; techo de antiguas tejas de barro, pero ahora ya van hacia Copainalá.
He aquí la leyenda de la Laguna Encantada, del vaquero coapillense:
Pues cuentan que en el otro tiempo, aquí una niña era maltratada por su madrastra. La mandaba a traer agua aquí, en el centro, en donde había un pozo. Pero como era muy pequeña y no sabía, quebraba los cántaros uno tras otro. Siempre regresaba con el cántaro quebrado y su nana le pegaba. Hasta que una vez no le dio cántaro sino una canasta verde, recién hecha. Y la amenazó. Le dijo que si en esta ocasión no le llevaba agua, la mataría.
Así que ahí estaba llora y llora, junto al pozo, hasta que un señor bien parecido, bien vestido y de buen corazón, la escuchó, le ofreció llevarla pa’ su casa y sí dijo ella, y se la llevó.
Y como en el pozo sólo quedaron los tepalcates quebrados y al día siguiente no aparecía, el papá de la niña la buscó, acompañado de la gente del pueblo por los alrededores y nada. Se puso a llorar su ingrata suerte junto al pozo… hasta que llegó de nuevo el señor que se la llevó. Le contó lo que pasó con su hija y lo invitó a su casa.
Llegaron hasta allá y vio que la querían, que la vestían bien y la trataban como a una reina. Así que allá se quedó para siempre, aunque… al año de esto, el pozo rebalsó de tanta agua, y luego cada año fue creciendo. Fue subiendo conforme crecía la niña, la muchacha. Hasta que el pozo se convirtió en esta laguna, la Laguna Encantada o sea, la Laguna Verde.
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