Apostar por una felicidad posible
Felicidad es uno de esos conceptos tan discutido desde distintas disciplinas como usado con cotidianidad por los seres humanos, al menos por aquellos formados en el universo religioso y cultural judeo-cristiano. A quién no le han preguntado si es feliz o, simplemente, ha efectuado esa pregunta para dirigirse a familiares o personas cercanas con la preocupación por su estado de ánimo. Ese uso frecuente del término no significa el acuerdo generalizado en su definición, y eso sin entrar en las variables que cada pueblo del mundo, diferenciado por un idioma, puede otorgarle en el caso de que exista tal concepto en su lenguaje. Esta última cuestión debe tenerse siempre en cuenta cuando se discuta algún concepto común en nuestro mundo de referencia.
La Real Academia de la Lengua (RAE) no contribuye demasiado a aclararnos su significado, por ejemplo ofrece tres definiciones, una de ellas en clave positiva: “Estado de grata satisfacción espiritual y física”; mientras que otra lo hace como inexistencia de impedimento: “Ausencia de inconvenientes o tropiezos”. Seguramente es lógico no esperar mucho de los rectores del idioma castellano si se toma en cuenta la prolijidad con la que ha sido estudiada la felicidad desde la filosofía occidental, pasando por distintas disciplinas de las ciencias sociales, donde no hay que descartar las unidas a las reflexiones políticas. Cada quien con sus herramientas y metodologías pone en valor distintos elementos subjetivos o sociales para que se logre la felicidad o que alguien pueda afirmar que es feliz.
El atolladero que significa, como ya expresé, su definición se hace presente desde la filosofía clásica y sus diversas posiciones, coincidiendo con pensadores y las escuelas en las que se ha dividido la forma de enfrentar preocupaciones tan antiguas como presentes hoy. Tanto el placer epicúreo como la obtención de objetivos personales marcados por cada individuo, como defendieron los aristotélicos se encuentran en la actualidad como inquietudes o deseos, aunque bien pueden agregarse otros muchos que han caracterizado el pensamiento liberal desde la Ilustración. Y a ello habría que añadir los pensadores contrarios a cualquier tipo de sentimiento que considere la felicidad como una meta personal o social; además de todas aquellas diferencias propias, como ya dije, que atañen a la concepción de la persona establecida culturalmente por los distintos pueblos del ecúmene.
Tampoco hay que descartar que en los últimos años se ha convertido la felicidad en un ideal de múltiples proposiciones de autosatisfacción o realización personal, aspecto que se une a propuestas de carácter new age que mezclando diferentes denominaciones religiosas, rituales o de comprensión de la persona, venden las ilusiones de felicidad a través de mecanismos que permite el mercado en su expresión contemporánea.
El fárrago representado por las definiciones pasadas y presentes del concepto no impide reiterar que los seres humanos seguimos estando preocupados por esa deseada felicidad, aunque no siempre sea tangible o se esté conforme con la vida que tenemos o hemos elegido. Por tal motivo, sería bueno ser prudentes en nuestras metas cuando la felicidad es el destino vislumbrado, o tal vez añorado, y tener una cierta moderación a la hora de disfrutar de logros cotidianos o más duraderos. Por ello y como propone el Diccionario filosófico de André Comte-Sponville (Paidós, 2003), releído en mi caso a través de su paisano francés Luc Ferry, no estaría mal utilizar una “definición minimalista”, pero con los pies sobre la tierra, de felicidad. Ella es, desde esa perspectiva, “simplemente lo contrario de la desgracia”, esa ausencia de tropiezos que recordó arriba la RAE. Así, la felicidad no sería un “estado de satisfacción de sí completa y duradera, sino la sensación de que esta mañana no excluyo totalmente la posibilidad de la alegría, la posibilidad de que antes de que termine el día me habré cruzado con ella en algún momento”. Y qué mejor ejemplo que algo que nos suele suceder cotidianamente: “Será un café en armonía con un viejo amigo, un momento de gran creatividad, de amor con la mujer amada, la sonrisa de uno de mis hijos que ha aprobado un examen…”. Propuesta que no pretende alcanzar la dudosa felicidad a través de 20 pasos, pero donde se retoma el goce de los instantes cotidianos o, en su defecto, la ausencia de infelicidad. La sencillez de esos goces y disfrutes tal vez permitiría olvidar la excesiva elocuencia de objetivos imposibles de conseguir y nos conduzca a simplicidades más terrenales, por cotidianas, pero con seguridad de una fácil consecución.
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