Suchiapa, el pueblo de las esquinas recortadas
En el reparto de tierras que hicieron los dioses en Suchiapa, a cada familia le tocó una manzana de cien metros de largo y 80 metros de ancho, suficiente para cultivar alguna hortaliza y tener vacas, caballos, chivos y gallinas.
Una pareja, que había salido a buscar la vida en otro pueblo, llegó tarde al reparto, por lo que se se quedó sin su pedazo de tierra.
Los pobladores, al ver a aquella pareja que no tenía un terreno en dónde construir una casa y colgar una hamaca, se reunieron para analizar en qué lugar podían aumentar una manzana más, pero todo estaba repartido: la curva del río de Las Mercedes y hasta el paso de los Espadañeros. No se diga el Barrio de Santa Ana, La Cruz del Rayo o San Sebastián, los más poblados.
Sabios y buenos como eran esos primeros surimbos no consintieron que aquella pareja, a quien pronto le nacería su primer hijo, siguiera viviendo en las calles, así que ordenaron al habitante más viejo, al dueño de muchos misterios y secretos, que con su hacha mágica y filosa recortara las esquinas de todas las manzanas, y que juntara esos pedazos cortados, con su ciencia ya perdida, y formara una nueva manzana para que la habitara esa pareja. Así lo hizo, y aquel terreno resultó fértil, le creció chipilín, yerbabuena, tomatillo, chile de nambimba, y hasta un niño que corría con agilidad entre gallos y gallinas.
Hoy todavía puede verse que las esquinas más antiguas de Suchiapa están recortadas —como la esquina que me heredaron mis padres— y que de ellas emana la luminosa generosidad de sus antepasados.
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