La Cabra, la Woolf
Casa de citas/ 353
La Cabra, la Woolf
Héctor Cortés Mandujano
La construcción de las afinidades electivas (tomo en préstamo el célebre título de Goethe), en el caso de las lecturas, no siempre son comida rápida. Mi relación de lector con Virginia Woolf (1882-1941) comenzó, creo, cuando leí La señora Dalloway. No me pareció maravillosa, sino rara, descolocada. Después me cayó Orlando, que me encantó, y empecé a buscar más de lo suyo. Leí, en un viaje a Tijuana, Al faro y ya estaba en sus redes; Flush, en un viaje a la CDMX, me hizo estar en sus filas y moverme al son que me tocara.
Pero llegó a mis manos Las olas, esa maravilla, y ya me consideré parte de su mundo. Desde entonces he leído varias novelas más, sus dos ensayos famosos (Una habitación propia y Tres guineas), los tres volúmenes de sus Diarios íntimos y la impresionante biografía de su sobrino Quentin Bell, que no agrega ningún adjetivo al nombre de esta mujer genial: Virginia Woolf (2003, Lumen), de donde tomo datos y citas.
Su niñez estuvo cercada por demasiadas tragedias personales: muere Julia, su mamá (“el peor desastre que podía ocurrir”, escribió Virginia) y en ese mismo año la todavía Adeline Virginia Stephen, a los 13 años, sufre la primera, que será constante en su vida, depresión nerviosa. Dos años después muere su medio hermana Stella, que de algún modo había tomado el papel dejado por su madre. George, uno de sus hermanastros mayores, la toqueteaba obscenamente. A los seis, escribió Virginia, p. 84, George exploró “sus partes íntimas” y, dice Quentin, p. 83, estropeó “su vida antes incluso de que hubiera empezado”. Veinteñera queda sin padre y sufre la segunda depresión. Tres años después muere Thoby, su hermano consentido.
Desde un principio (p. 56), “se consideró que Virginia tenía un carácter imprevisible, excéntrico y propenso a los accidentes”, y éste y otros hechos le valieron el apodo familiar, que aparece en varias cartas y otros papeles, de la “Cabra”, con el que también ella firmaba sus recados y telegramas; dice Quentin, como ya vimos, que (p. 71), “desde un principio, la vida de Virginia estuvo amenazada por la locura, la muerte y el desastre”.
Fuera de lo que eran propiamente los ataques, las voces horribles que oía en su mente y que la empujaban a actos de locura, aceleraban su pulso y la hacían caer en la depresión (p. 85), “le horrorizaba la gente, se sonrojaba si alguien le hablaba y apenas podía mirar la cara de un extraño cuando iba por la calle”.
El primer enamoramiento de Virginia fue hacia una mujer (Magde), porque se (p. 106) “escapaba completamente de todo lo que fuera masculino”. Tenía ella 16 años, Magde era mayor, pero la suya fue “no una pasión basada en la intimidad”, sino en la admiración total. A esta edad pasó todo el verano loca (oyó, entre otras extravagancias “que los pájaros cantaban en griego” e (p. 145) “intentó por vez primera suicidarse”.
Era desde niña una lectora voraz y una escritora incipiente (con su hermana Vanessa hacían un periódico) y a partir de que Vanessa y ella comienzan a vivir juntas y forman parte del célebre grupo de Bloomsbury, Virginia tiene más trato social y halla en los varios artistas que conoce el estímulo y la comprensión para sus inquietudes literarias. Allí aparecen dos hombres que serán fundamentales en la vida de las hermanas Stephen: Clive Bell (papá de Quentin, el biógrafo), quien se casará con Vanessa, y Leonard, quien será el esposo de Virginia.
Escribió ella en una carta (p. 278): “Voy a casarme con Leonard Woolf. Es un judío sin ni cinco”. Estaba, además, el asunto de la frigidez, que consultaron con Vanessa, quien escribe (p. 283): “Parecían muy felices, pero, evidentemente, ambos han pensado mucho en el tema de la frialdad de la Cabra. […] Aparentemente, Virginia no consigue aún ningún placer del acto”.
Hasta los 33 años y luego de siete versiones, Virginia terminó su primera novela: Fin de viaje. Los comentarios en torno a ella, la presión de no saber si aquello que le había costado tanto valía la pena o no, de nuevo la enloquecieron y (p. 298) “Leonard tenía ahora que enfrentarse con el problema de si debía certificar su demencia e internarla en un manicomio”.
Leonard no sabía bien a bien quién era Virginia cuando se casaron; sin embargo, con paciencia de santo se entregó completamente a su cuidado y, dice Quentin (p. 301), “uno se maravilla de que no se volviera también loco”.
En 1915, año en que apareció publicado su primer libro (p. 313), “después de dos años de locura intermitente” daba la impresión de que la mente y el carácter de Virginia “estaban afectados de modo permanente”.
En la pequeña imprenta que fundaron los Woolf aparecieron sucesivamente las obras de esta genial escritora hasta que, a las once y media de la mañana del 28 de marzo de 1941, se metió al río cercano “con una voluminosa piedra en el bolsillo de su abrigo” y se ahogó intencionadamente.
Antes dejó una carta a Leonard, que es también una bella carta de amor (p. 593): “Estoy segura de que, de nuevo, me vuelvo loca. […] No voy a curarme en esta ocasión. He empezado a oír voces y no me puedo concentrar. Por lo tanto, estoy haciendo lo que me parece mejor. Tú me has dado la mayor felicidad posible. […] Cuanto quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte… todo mundo lo sabe. Si alguien podía salvarme, hubieras sido tú. […] No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo”.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
toda una vida de tragedias, además de lo demás, qué peor cosa puede suceder a una niña que perder a su madre y ser abusada sexualmente. Es probable que padeció de esquizofrenia y aún así su lógica extraordinaria y gran talento dieron vida a las obras que ahora nos sorprenden y deleitan. La vida de la Woolf uno de los mayores disfrutes en los talleres impartidos por usted, maestro.
Me quedo con la frase:
«Si alguien podía salvarme, hubieras sido tú». El mejor homenaje de amor.