Desde la tierra caliente a Los Altos
Octava parte
Media licorera atempera el gañote de Obrador, quien limpiando sus bigotes gruesos exclama: “Listo pa’lo que viene, amigos. ¡Pa’garrar valor!”.
Y ya, de aquí en adelante, de nuevo aparecen las estrellas rojinegras zapatistas, junto a escaparates que anuncian la pertenencia organizacional de las comunidades. Este anuncio de tablas pintadas, por ejemplo, informa: “Está Usted en territorio zapatista en rebeldía. Aquí manda el pueblo y el gobierno obedece. Zona Norte. Junta de Buen Gobierno. Se prohíbe estrictamente el tráfico de armas, siembra y consumo de drogas, bebidas embriagantes, venta ilegal de madera. No a la destrucción de la naturaleza”.
Una señalización institucional en verde, negro y blanco, sin embargo, los devuelve a la realidad: “¡Bienvenidos a Chilón! Tierra dulce, tierra de corazón”. Así se lee a la entrada de la ciudad, aunque su toponimia no da para tanto, sino sólo para enunciar: tierra de ixtles, Ch’ilum, pues el vocablo tzeltal ch’i significa ixtle e incluso cuerda y lum: pueblo o tierra. Arriban pues, los excursionistas, lectores amigos, al pueblo de Chilón o Chilúm, antigua cabecera política del inmenso territorio Noroeste de Chiapas, en donde a principios del siglo pasado se incluía Tila, Salto de Agua, Palenque, Playas de Catazajá, La Libertad y toda la Selva Lacandona; tiempos en que Ocosingo sólo figuraba como una parroquia de paso.
Dentro del pueblo y luego a lo largo del camino que sigue hacia Yajalón, va de nuevo la misma historia; la de los espectaculares político-electorales adelantados, ilícitos, criminales. Los del tal Eduardo Ramírez, camuflados aquí como publicidad del Diario de Chiapas. Otros que exclaman “¡ERA presente en Yajalón!” que ahora mismo son estampados sobre bardas y paredes. Y varios escaparates verde-morados. Aquellos que indican: “Yo quiero tener un millón de amigos”.
Reconocen el centro saturado de esta ciudad, su plaza, su Presidencia Municipal y muy en especial su mercado, uno de los más atractivos del rumbo, por la galanura de sus flores, verduras, frutas y legumbres frescas, recién cortadas, y por la candidez de sus hombres y mujeres choles y tzeltales.
Cuenta ahora con un libramiento que les facilita el acceso y luego la salida, aunque al continuar hacia San Francisco Petalcingo —antiguo nombre del lugar— muy pronto sobre una curva, tres topes seguidos los asaltan. Fuera de toda norma, una vieja caseta policial, abandonada, detiene abruptamente el tráfico. Pero como nada es para siempre y mucho menos lo grotesco, desde aquí la carretera sigue la encañada y el curso del río Grande, así llamado.
Hermoso, crecido, poblado de enormes rocas, y rebosante de espumas blancas, así o incluso de modo más sublime ven nuestros viandantes el río hasta esta villa ordenada y grande, del municipio de Tila.
Pero ya van ahora cuesta arriba. Observan a los lados del camino, diversas bifurcaciones, pueblos cuyos nombres choles les parecen sublimes, armoniosos, sonoros: Tococ Leglemal, Cantioc, Yoc Poquitiok, Coquijá, Jol Poquitiok, etcétera, pero ya desde aquí divisan el Santuario de Tila y sus dos altos campanarios, mole toda pintada de amarillo y ocre. Dejan guiarse por su corazonada, las indicaciones y algo de sentido común, y ahí van hacia arriba, cruzando plazuelas, calles estrechas y empinadas, buscando el terraplén del templo. Total que no es temporada de romerías ni procesiones, piensan, y según les indican, todas las calles llevan al Santuario.
Cristo Negro, Señor de Tila
Ya para llegar a la cumbre de la eminencia, en donde se encuentra erigida la iglesia, la Presidencia Municipal, la pequeña plaza y el antiguo pueblo —hoy toda una ciudad formal—, lo confiesan… sienten miedo: la pendiente de esta última calle es exagerada y abrupta. Sólo recuerdan esto en San Fernando y eso ya es mucho decir. Nerviosos se miran a los ojos dentro de la camioneta y continúan. ¡En el nombre de Dios! dice Juanjo, mientras se persigna, y es que es cierto: van como camino al cielo. Luego tuercen a la derecha, y ahí ya están frente a la puerta de la Notaría Parroquial, junto a las áreas públicas anexas al templo. Se apean complacidos, todo lo ven tranquilo, pocos autos y aún menos paseantes.
Las puertas laterales están cerradas pues ellas sólo se abren durante el mes de enero, cuando las romerías y visitas abundantes que vienen del Centro y Norte de Chiapas, de Tabasco y el Golfo de México. También durante la Semana Santa en marzo y con las fiestas del Corpus Christi en junio. Augusto y Clara hacen un recuento: el día principal de la fiesta del Señor de Tila es el quince de enero. Fuera de ello sólo la puerta central permanece abierta, aunque los comercios informales de recuerdos, escapularios, velas, veladoras y demás baratijas religiosas, desde hace años ilegalmente se mantienen ahí, permanentemente.
Los tres portales antiquísimos, los que dan acceso al atrio, lo mismo que la cruz atrial, continúan en su sitio. Igual que esta plaza interior amplia, provista de árboles, jardineras y descansos.
Se dirigen finalmente a visitar al Cristo Negro Señor de Tila, contemporáneo de todos los cristos morenos crucificados, que bajo diferentes advocaciones se celebran a lo largo y ancho de la antigua Mesoamérica. Entran al templo, muy poca gente, bien iluminada, bancas de carpintero, todas dedicadas por sus donantes y… ahí está, al centro alto del sagrario, retablo frontal, el Señor de Tila. Como en todos los santuarios de México y Centroamérica: resguardado tras una bóveda de cristal transparente, provisto de entradas laterales, pasillo por detrás de la imagen y escalinatas por donde transitan los feligreses.
Retroalimentación porfas. cruzcoutino@gmail.com
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