Convertir todo en museo
Nuestro mundo moderno ha hecho de los museos un lugar único, y no solo por albergar belleza estética, representada en forma de distintas expresiones artísticas, donde quizás las más conocidas sean la pintura y la escultura, sino, como lo recordó Benedict Anderson en un libro convertido en referente desde su publicación, Comunidades imaginadas, los museos fueron piezas fundamentales, junto al mapa y al censo, para la construcción o, siguiendo su narrativa, la imaginación de grupos humanos. Poblaciones que se reconocieran con un pasado común y, sobre todo, con un proyecto de futuro, aunque no siempre fueran todos partícipes de ese andamiaje que ha resultado ser la nación moderna. Un hito histórico que marca el mismo contenido del Estado moderno puesto que, salvo raras excepciones, lo pretendido era identificar al Estado, con su territorio y fronteras determinadas, con una nación procedente del pasado o arraigada en principios políticos o culturales similares; de ahí los variados orígenes otorgados por los historiadores para las naciones o su desarrollo. Y para lograr el objetivo de la configuración nacional nada mejor que la educación extendida a toda la población, misma que entre sus múltiples objetivos ha tenido y tiene unificar contenidos de lo que somos y de nuestra procedencia, aunque en muchos casos tales contenidos fueran, o lo sigan siendo, dudosos en su veracidad y que buena parte de la población quedara desaparecida, convertida en minoría, sino menospreciada, a la hora de pensar en los ciudadanos de la nación.
Lo anterior no es una singularidad de México, ni mucho menos, y el modelo del Estado-nación surgido en Europa, y concretado inicialmente en América por los Estados Unidos, ha servido para que todos aquellos territorios que fueron colonia en un tiempo hoy sean Estados donde la idea de nación juega un papel fundamental, y tampoco suele estar en discusión.
La necesidad de ubicar las fronteras, a través del mapa, y de saber sobre su población, para reconocerla y controlarla, mediante el censo, ha tenido en el museo un añadido de invaluable valía para secundar las políticas nacionales referidas a nuestras identidades o a la que se encarga de condensar la identidad nacional.
En los últimos años Chiapas ha visto crecer en número y temática sus museos. Desde las grandes ciudades del estado, hasta los pequeños municipios, tienen o proyectan museos que abordan o muestran muy distintos momentos de su historia, sus personajes convertidos en ilustres, o características que deberían secundar las señas de identidad chiapaneca. Eso no quiere decir, necesariamente, que Chiapas esté buscando una identidad nacional, y no es lo que afirmo, pero no cabe duda que esa proliferación museística sí se relaciona con una especie de ansia por conseguir identidad o identidades, dependiendo de la temática mostrada o el lugar donde se erige el museo.
Algunos ya están cerrados, como el Museo Zoque de Copoya, aunque otros siguen funcionando, a pesar de que no siempre la curaduría y la presentación sean las más propicias para los visitantes. Y tampoco puede cuestionarse que puedan ser un atractivo turístico, sobre todo aquellos ubicados en los lugares más visitados del estado.
Pero dicho todo ello, quiero dejar claro que no me molestan los museos y he disfrutado muchos de ellos en el mundo, aunque también hay que pensar que su nacimiento y función no son pura asepsia cultural, y que se relacionan con ese deseo de identificación o de mostrar la identidad a otros. Muchos estudios sobre el contenido de los museos así nos lo demuestran en el mundo, y en el caso mexicano el Museo de Antropología de la Ciudad de México es un claro ejemplo.
Como recordaba un profesor de antropología que tuve durante mi formación, los pueblos que celebran muchas fiestas no necesariamente conmemoran su identificación social, sino que las hacen porque pueden carecer de esa substancia tan extraña que es la identidad. Tal vez algo similar sería posible pensar sobre los museos. Acá lo expongo para la reflexión.
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