Política nacional
Por Raúl Trejo Villalobos
Hay acontecimientos en la vida política nacional que son difíciles de aceptar de manera inmediata. Uno se pone a pensar, incrédulo: “no es posible que esté sucediendo. Las cosas no pueden seguir así”. E imagina enseguida: “con esto, necesariamente tiene que haber un cambio, para mejorar como país; o, un cambio, a secas”. Pero antes de que éste llegue, se da otro acontecimiento que a veces resulta peor que el anterior o más difícil de creer. Así más o menos he vivido la política mexicana las últimas tres décadas: entre la sorpresa y la incredulidad, entre la esperanza y la desilusión.
Por ejemplo, después de la sorpresa que me provocó la devaluación del peso en 1987, por la que me fue imposible comprarme un terrenito con el dinero que mandaba del gabacho, en verdad supuse, ilusionado, que iban a cambiar las cosas. Así llegamos a las elecciones del 88, donde el candidato del partido oficial tenia como contrincantes a dos políticos que entusiasmaron a una buena cantidad del electorado: Cuauhtémoc Cárdenas, ex priista, y Manuel Clouthier. La desilusión no se hizo esperar: se cayó el sistema. Cierta esperanza de que sucediera algo distinto renació con las manifestaciones multitudinarias que le siguieron a las elecciones, para denunciar el fraude –el mayor en la historia del PRI, dicen algunos. Pero Cárdenas le tuvo miedo a una guerra civil y decidió fundar el PRD. Al final, aparentemente, no pasó nada. Bueno, sí: en octubre del 89 murió Maquío en un accidente automovilístico y tres años y medio después asesinaron accidentalmente a un arzobispo en el aeropuerto de Guadalajara.
Otro ejemplo. Después que íbamos a celebrar la entrada al Tratado de Libre Comercio y que el Programa Solidaridad nos hacía llorar de emoción con piedritas en los ojos, con sorpresa y estupefacción nos informan en la televisión sobre un levantamiento armado en Chiapas. Entonces, pensé: “esto está más cabrón que las manifestaciones a las que convocó Cárdenas en el 88”. Y me pregunté: “¿Qué más puede pasar?” Pues lo que pasó es que mataron a Colosio, Zedillo ganó las elecciones, mataron a Francisco Ruiz Massieu y, para cerrar con broche de oro el 94, se devaluó una vez más el peso. ¿Cuándo se había visto que un ex presidente anunciara una huelga de hambre en una chocita, como sucedió en los primeros meses del 95? Al final, una vez más, al parecer, no pasó nada. Bueno, sí: la UNAM se declaró en huelga por casi un año, de abril del 99 a febrero de 2000.
Un ejemplo más. Llegó lo que han dado en llamar la alternancia. Habría que confesar que más de uno se alegró porque el partido que había estado 70 años en el poder, había sido derrotado. Bueno, al menos yo si me dije: “Ahora sí, me caí que sí van a mejorar las cosas, espero…” Pero el sexenio resultó un fiasco: ni el conflicto en Chiapas se solucionó en 15 minutos, ni hubo un millón de empleos cada año, ni la economía creció un 7 por ciento. Después de ver cómo se rompía el protocolo en la toma de posesión de la banda presidencial, cosa que se tomó como algo simpático en su momento en medio del jolgorio, ¿quién iba a imaginar ver a un presidente besando el anillo papal en público y decirle a un legendario revolucionario: “comes y te vas”?
De los paseos del Palacio Nacional al Congreso en carros descapotables bien escoltados y de las tomas de posesión majestuosas y solemnes a una ceremonia chusca, ¿quién podría imaginar ver a un presidente entrante “jurar a la Constitución, cumplir y hacer cumplir las leyes” a salto de mata? Enseguida rodaron cabezas en discoteques, aparecieron colgados y volaron personas en plena celebración de la Independencia.
Surgieron otra vez las preguntas. Las mismas de sexenios pasados. ¿Qué sigue? ¿Puede pasar algo peor todavía? ¿En qué momento o qué otras cosas se necesitan que sucedan para que el país, en definitiva, se haga trizas? ¿Existe la posibilidad de que vengan cambios, ya no digo para tener un país y una sociedad mejores (en justicia, repartición de la riqueza, educación, trabajo), sino para que ya no se den casos o situaciones peores o, en última instancia, para que llegue al poder una clase política con otras características, con otras ideas, con otros proyectos de nación?
Algunos acontecimientos, aunque no son nuevos, cambiaron de personajes: en 1989 encarcelaron a los líderes sindicales “corruptos” –así decían las noticias, pues–, Carlos Jonguitud Barrios y Joaquín Hernández Galicia. 24 años después, sucedió algo similar con la profesora por los mismos motivos y actualmente el otro líder es senador.
Hay, por supuesto, nuevos casos, tanto para sorprenderse como para desilusionarse: se logra detener un proyecto para la construcción de un aeropuerto, pero violan mujeres y encarcelan líderes; aparece yosoy132, pero dura apenas lo que duran los estados de cuenta en el Facebook; el Chapo se hace leyenda, entrando y saliendo de la cárcel; surgen las autodefensas, pero luego las regularizan y el crimen organizado saca videos en el que se le ve abrazando y tomando chelas con el gobierno del Estado… Hay propuestas de reformas, hay resistencias. Desaparecen 43 y aparecen casas blancas…
En síntesis, para decirlo de una manera colorida: los rojos se dividen, el que era rojo se convierte al amarillo, el azul sustituye al rojo, el amarillo colabora con el azul y luego lo hace con el rojo, amarrillos y azules y rojos hacen alianzas y luego se dividen, regresan los rojos o los otros, entre todos se denuncian, llegan a acuerdos o se hacen cómplices. La izquierda se hace a la derecha y viceversa y el centro se hace a los lados. Los organizados se desorganizan y los desorganizados se organizan… Mientras tanto, yo sigo con un doble sentimiento con respecto a la política nacional, más o menos el mismo de hace casi treinta años: entre la sorpresa y la incredulidad, entre una ligera esperanza –pero esperanza, al fin y al cabo– y una cada vez más grande frustración. Y una pregunta, como la sonrisa del gato en Alicia en el país de las maravillas, se mantiene suspendida en el aire: ¿Qué sigue?
Sin comentarios aún.