Interjet. Peor imposible
[Segunda y última parte]
Ahora, no sé si sepan ustedes, pero a raíz del trabajo y sus complicaciones, desde hace tiempo, por prescripción médica, no debo intervenir en cuestiones que pudieran exacerbar mi estado de ánimo, o generarme stress. Recién padecí una parálisis facial, y en dos ocasiones he estado al borde de la embolia. Razones suficientes, entiendo, para que Blanqui haya deseado quedarse conmigo, acompañarme… al temer alguna tragedia. Situación ante la que me hallé obligado a decir que estaría bien, que me impondría a mí mismo y… creo haberlo logrado.
Con la orientación de un guardia, atravesé a contracorriente toda el área —pasajes, corredores, tiendas libres de impuestos, entradas y salidas internacionales incluidas—, hasta que el propio laberinto aeroportuario me devolvió a su pasillo central. Aún con la cuerda que llevaba, pregunté a la empresa Volaris, pero no, a esa hora ya no tenía vuelos sino hasta el día siguiente. Hay pasajes para las 12:00 am, con escala en Cancún, a 3,400 pesos, aunque llegaría a Tuxtla a las nueve de la noche. Voy a Viva Aerobús y nada, incluso para el día siguiente: todos sus vuelos saturados. Continúo hacia Interjet, la empresa miserable y… Claro que sí, me responden. Tenemos dos espacios para mañana 09:30 am, 4,200 pesos. Tengo aún la opción de Aeroméxico, aunque aquí me entero: sus operaciones las efectúa en la terminal dos.
Barajo mis posibilidades, busco el menor tiempo y dinero… cavilo: podría esperar aquí al día siguiente, ensayar la opción de los autobuses pero… es aquí que siento la fase inicial de algún infarto, pues el estado máximo de crispación cerebral, de acuerdo con mi propia experiencia, se da justo durante el lapso en que se prolonga la indecisión, tiempo de procesamiento, resistencia o cruce de las diversas opciones; el tiempo de esa máxima tensión. Siento algún destello en la cabeza, me hace falta aire, aunque me dirijo a los sanitarios. Mojo cabeza, cara y cuello, a aspirar a todo lo que dan los pulmones, y mientras tanto a tomar pronto una decisión.
Luego, renovado y diligente salgo del baño, compro agua, sorbo un trago largo y voy al cajero por dinero, todo así, veloz, pues después de las 11:30 casi no hay salidas de autobuses. Tomo un taxi y a la Tapo; a la Terminal de Autotransporte de Pasajeros del Oriente.
He llegado y voy directo al mostrador del pulpo, Ómnibus Cristóbal Colón: el consorcio que monopoliza el transporte de pasajeros de todo el sureste mexicano y en particular de Chiapas. Nada hay para hoy, responde la chica del buró. Nada en todas nuestras marcas… salvo ADO, ventanilla que ofrece un pasaje para Coatzacoalcos, aunque “por la premura, vale 838 pesos y… podría buscarle el tramo de Coatza a Tuxtla… sí, sí, 446 pesos más. 1284 en total. Sale en unos minutos, 10:30 de la noche. Llega mañana a las siete a Coatzacoalcos, ahí espera, y a las 10 está usted embarcando a Tuxtla”.
Calculo mis tiempos y… ¡Adelante, señorita!, le digo, aunque sólo están disponibles el asiento tres y el último, advierte. ¿Cuál prefiere? y yo le respondo que el tres, el de adelante, tanto por la letrina de atrás, como por, probablemente, el menor frío junto al conductor. Llevo en la mochila tan sólo agua, objetos de aseo personal, cámara fotográfica y un libro recién comprado. Plumas y apuntes, medicinas de rigor, una gorra, una almohadilla; en síntesis: nada para atemperar el frío exagerado de estos buses, en especial de madrugada.
Tiemblo todo con tanto frío, y aunque cubro mi cabeza y algo el pecho con la almohadilla y la gorra, ya siento el ardor de la garganta, la corrosión de mis pulmones, la lenta descomposición del cuerpo.
Varias horas después para el autobús en algún lugar infernal y desierto —en medio de la obscuridad y de la nada—, atestado de basura y unidades de las marcas del consorcio. No miento: bajo del autobús al restaurant en donde varios choferes uniformados cenan o desayunan, no sé; voy con los brazos cruzados, tiritando de frío. Entro a los sanitarios de a cinco pesos fila de por medio, absolutamente sin ventilación, bochornosos, repugnantes, y salgo de ahí transmutado… sintiendo cómo todo mi cuerpo crepita, se estremece, mientras el sudor escurre por entre camisa y espalda.
Vuelvo al transporte y se agolpan en mi cabeza múltiples escenas similares, experimentadas desde la infancia. Pienso en las historias de la novela “Así se templó el acero” de Nikolai Ostrovski, reflexiono largamente en el poder de la voluntad, logro mantener el calor del cuerpo y… ¡Esto es increíble!: duermo tranquilo hasta llegar a Coatzacoalcos. Cuando bajo son efectivamente las siete con 15 minutos en el reloj de la terminal. Voy ahora sí, a un retrete decente, a desayunar fuera de la estación y luego a buscar a un médico, pues lo que ahora llevo es una gripa declarada, como siempre en mí, enfermedad de cama.
Voy a las dos farmacias omnipresentes, las que por competencia hoy disponen de médicos, aunque en una “por el momento” no tienen. En la otra sí, “pero el doctor llega hasta las nueve o nueve y media”. Avanzo hacia el Soriana, pues ahí siempre hay farmacias, recuerdo, pero no. No pueden venderme antibióticos sino tan sólo antihistamínicos y algo de paracetamol. Compro una revista, agua, chucherías, y vuelvo a la terminal. Ni más qué hacer, pues aunque me anuncio en las taquillas, tratando de aminorar la espera, la ruta que ha de llevarme a Tuxtla a partir de las diez, es la única segura. La otra viene de Tampico, aunque “igual pasa a las diez menos cuarto que al cuarto para las dos”.
Continúo entonces la segunda fase del curso, ahora en una “esprinter”, según escucho a la clientela. Refresco la garganta con las pastillas del súper, dos, tres veces. Aminoran la carraspera y los síntomas de la infección en la garganta. Es de día, verdes y hermosos se ven los campos del Noreste de Chiapas. Atravesamos el Mezcalapa y el puente desparramado sobre el embalse de la presa Malpaso, ya estamos en Coita y luego en Tuxtla, en donde, sin más preámbulo, en cuanto desciendo del minibús, tomo un taxi que hierve. De prisa me lleva a la farmacia de frente a la clínica del ISSSTE, espero y paso al consultorio médico. La médica aún muy joven apunta en la receta: antibiótico A, analgésico B, levadura C y algo más; todo cada ocho horas. Corro a surtirla, pago, abro frascos y envolturas, y ahí mismo frente al mostrador de la botica, tomo la primera dosis: una, dos, tres, cuatro cápsulas. ¡Adentro!… ante los ojos desorbitados del farmaceuta.
¡Vaya, pordios!, cavilo por un segundo. ¡Por fin someto a control la gripa que de otro modo me hubiese tirado! Pero ya voy de nuevo sobre algún taxi chatarra; el chófer de 72 años (¡admirable!), intenta actualizarme sobre el clima natural y “político” de la ciudad. Raudos atravesamos el Libramiento, ya estamos junto al Parque Patricia, pasamos frente a la entrada del zoológico, ¡Ya estoy por fin junto a mi vergel! Son las dos menos diez minutos. La adversidad me vale un pito. Ya encontraremos a un buen civilista y el mejor argumento para demandar a la aerolínea.
Retroalimentación porfas. cruzcoutino@gmail.com
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