La mala educación vial
No hay lugar del país en donde se maneje tan mal como en mi querido Chiapas.
Por donde nos desplacemos —carreteras, caminos rurales, calles maltrechas o bulevares bien pavimentados—, usamos nuestros coches para ofender al otro. Para recriminarlo, para mentarle la madre con la boca, los dedos o el claxon.
Somos una sociedad enojada que rabia su desesperación y su coraje. Y como no puede o no quiere decírselo al político —a menos que sea por las redes sociales— descarga su furor a los otros automovilistas, igual de encorajinados que nosotros.
Salimos a la calle para atropellar a los otros, a las otras. Ganas nos sobran, y si no logramos nuestro propósito hoy, será más tarde, será mañana.
Jovencitas risueñas se convierten en el volante en arpías monstruosas que no otorga un milímetro de su espacio por estas avenidas de la infamia. Pero no son solo ellas. Es también la señora cuarentona que acota su territorio y no cede el paso a algún humilde automovilista que desea incorporarse al flujo vehicular. Es también el joven veinteañero —que ha mamado ya de la mala educación vial— y que sale a partírsela a quien se encuentre. Es el sesentón, el cincuentón, la abuelita, soy yo, que mordemos la rabia y la multiplicamos.
Escrutamos los rostros del monstruo que no cede el paso, que no respeta al peatón, que toca su claxon, y no resulta un orangután, sino profesores quizá, oficinistas, mujeres apuradas por llevar a sus hijos a algún lugar, que han aprendido en esta universidad del ataque vial, las mil y brutales artes para ofender y joder al vecino.
Estamos tan enojados, tan encabronados con la ciudad, tan molestos con el tráfico, con el mal estado de las calles, que construimos esta cultura de la agresión directa al otro automovilista, que resulta igual o peor que nosotros.
En esa pelea diaria los motociclistas arrostran la peor parte por la fragilidad con que mueven sus destinos y, por la carga de enojo compartida y recreada por sus parientes, los automovilistas.
En una jungla de acosos, gritos, cláxones, rebases por la izquierda y mala leche por meterse en las filas sin derecho, los ciclistas están prácticamente excluidos, porque no brotan en la mala educación vial. Son productos del respeto cotidiano entre automovilistas.
Algunos, poquísimos, poquísimas, le bajan la amargura al tráfico diario. De repente te ceden el paso. No te tocan el claxon con gratuidad. Sonríen y uno sonríe porque pensamos que todavía tenemos salvación, porque es posible todavía rescatar rasgos de humanidad detrás del afán diario por moverse en esta ciudad mal trazada, mal urbanizada, pero también mal habitada.
excelente!