Un atisbo al diario de la Atenea
Casa de cita/ 331
Un atisbo al diario de la Atenea
Héctor Cortés Mandujano
Atenea, mi perra, es de naturaleza dispersa. Los únicos momentos de ensimismamiento que le conozco son cuando la acaricio. Es, además, en ese acto que me exige cada vez que me ve, insobornable. Tengo que poner y mover mi mano sobre su cabeza, tomar su cara, poner su rostro en dirección al mío y coger sus orejas como si fueran una trenza gorda y sedosa (aunque allí noto un retintín de duda: ¿este bicho me está acariciando o va a jalarme?), y recomenzar de nuevo hasta que se considera lo suficientemente amada, satisfecha.
Cuando salgo de prisa y hago mi labor de acariciarla como un trámite debo estar atento porque, dado que no he hecho mi papel en forma convincente, tratará de poner sus patas en mi pecho y me manchará la camisa o el pantalón. Lo ha hecho varias veces.
Llegó a nosotros por azar. Mi mujer fue a visitar a una de sus amigas, quien tiene un terreno amplio, muchos árboles, muchas flores, casi un rancho. Un hombre le ofreció a su amiga, a escoger, dos perritos. Mi mujer, que se había prometido no tener más chuchos –luego de la muerte de nuestras amadas Dumba (vivió con nosotros 16 años) y Kira, enorme y bella– sucumbió ante los ojos pacíficos, nobles, beatíficos de la que aún no tenía nombre. La entregó a mis brazos, más tarde, con el trapito rojo que le pusieron al cuello y una peste (no la habían bañado desde que nació y quién sabe cómo sobrevivía la pobre) que se le quitó luego de dos o tres bañadas.
Como todos los animales que han compartido su vida con nosotros, vivió sus primeros días dentro de la casa (la Martina y el Flash, desde afuera le ladraban, llenos de celos; Zapata, nuestro gato, la vio como ve todo: con sabia indiferencia) y no era extraño que sus siestas las hiciera en nuestra cama.
Ahora, ya, luego de un año con nosotros, busca con insistencia la manera de entrar. La paciencia, la tolerancia de mi mujer, que es excesiva, le hace el gusto por lo menos una vez al día. Y entonces salta a mi cuerpo, sin importarle que esté comiendo, leyendo, escribiendo, viendo películas. Ella debe ser mi centro, mi todo. Y tengo que atenderla por los momentos justos antes de que cualquier distractor (un ruido, mi mujer que pasa) la haga dejarme en paz.
En realidad los tres canes que comparten nuestra cotidianidad buscan nuestro cariño en forma obsesiva. La Martina, cuando la dejan los otros dos, trata de poner sus patas en mi pecho y su lengua en mi cara, y el Flash, que es un rehilete, salta sobre las dos si ve que no intento, aunque no logre, acariciarlo. Lo bueno de él es que es dado a ofrendarnos como regalo el primer palo seco que encuentre (ha llenado los caminos hacia la casa de sus regalos que, cuidado, no hay que tocar ni sacar donde los dejó, porque de inmediato corre hacia donde los lanzamos y los vuelve a poner en donde él decidió que deben estar) y con su presente en el hocico se contenta con saber que no necesita recibir, sino dar.
Como en uno de los libros que integran los siete de Crónicas de Narnia, de C. S. Lewis que se llama, si no mal recuerdo, El caballo y su niño, nosotros no somos los dueños de nuestros animales, sino sus esclavos. No seríamos Héctor, Luisa y sus perros y su gato; sino Atenea, Martina, Flash y Zapata, y su Luisa, su Héctor.
La Atenea tiene mala una patita y aun así corre con las tres que la dejan. Llega hasta mí y se echa para recibir mis caricias. Ahora tengo que detenerme más, porque si no lo hago, con todo y su dificultad, brinca hacia mi pecho. El amor de los perros es completo, total, perfecto. Ojalá los humanos pudiéramos amar así.
Mi gato, por otra parte, lo digo con frecuencia, es mi maestro de felicidad. Mueve la cola feliz si lo dejamos entrar, mueve la cola feliz si lo sacamos. Su felicidad no depende de nada externo, la produce él aceptando, adaptándose a lo que hay: la felicidad está donde está él. Es un gran maestro budista.
[Escribí esta columna hace mucho. Ahora, hace un par de días, mi mujer descubrió que vamos a ser abuelos: la Ate está embarazada. Del Flash, evidentemente.]
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