Mareros y violentos: el problema del origen

La política de repatriaciones emprendida por la administración Trump, desde su toma de posesión, ha vuelto a poner a las Maras, y sus miembros, en la opinión pública como temor a su regreso a zonas donde la violencia sigue siendo cotidiana.

En Estados Unidos hace más de una década que el FBI ya creó un departamento especializado en la lucha contra pandillas, donde las Maras ocupan un lugar tristemente destacado. Los gobiernos centroamericanos y el mexicano, pero con especial hincapié en un país asolado por estos grupos violentos, como lo es El Salvador, han expresado su preocupación ante el posible arribo masivo desde los Estados Unidos, lugar donde también han instalado enclaves de acción.

Desde hace años las Maras, grupos organizados y caracterizados por el ejercicio de la violencia tanto al interior de sus filas como hacia el exterior, se hicieron visibles en la región costera de Chiapas. No es este el lugar para discutir su origen y la forma de expansión en diversos países del continente, pero lo que es claro y conocido es su presencia e influencia en los mencionados países centroamericanos. Sus acciones criminales no tienen un rubro determinado, e incluso se ha llegado a hablar de nexos con distintas organizaciones delictivas mexicanas, aunque lo que sí es cierto son los altos niveles de violencia que ejercen. Agresividad que, como ya se dijo, también se ejerce al interior del grupo como forma de relación, respeto y obtención de status. 

El reclutamiento de jóvenes, el grueso de los mareros, no es problemático en países donde los problemas económicos y sociales facilitan las desintegraciones familiares y la imposibilidad de contar con ingresos estables y suficientes en lugares distinguidos por los grandes desequilibrios e injusticias en el reparto de la riqueza. De hecho, sus formas de actuación y obtención de recursos responden a la clásica extorsión, nada ajena en la actualidad en suelo mexicano, y otros negocios ligados con el tráfico de drogas.

Su propio aspecto físico, lleno de tatuajes, habla de la inscripción de signos en su cuerpo para convertirse en lugar donde leer su propia historia o la de la Mara que lo acoge en su seno. Característica que paulatinamente ha ido disminuyendo por la necesidad de ocultar su condición, y evitar ser reconocidos con facilidad por las fuerzas de seguridad pública. Aunque ello no ha eliminado los crueles ritos iniciáticos para demostrar la capacidad y compromiso de los nuevos miembros.

Películas como “Sin nombre” (2009) o “La vida precoz y breve de Sabina Rivas” (2012), una adaptación de la novela La Mara del desaparecido Rafael Ramírez Heredia, son un buen ejemplo para apreciar un fenómeno que recientemente ha vuelto a eclosionar en los medios de comunicación, pese a que nunca desaparecieron del panorama mexicano y centroamericano.

Es lógica la revivida preocupación, y mucho más para aquellas personas que han sufrido a Las Maras por vivir en zonas donde tienen influencia y porque México no ha eliminado la violencia en su suelo, convertida ya en consuetudinaria en muchos Estados federales y con pocos visos de poder contenerse. Difícil solución cuando políticos y encargados de la seguridad pública de la ciudadanía están involucrados, ellos mismos, en los negocios de la delincuencia organizada. Así que es razonable el temor, y sería imprescindible que nuestra región costera, tan abandonada en muchos aspectos, reciba una especial atención ante amenazas que se suman a las ya existentes en un país donde no se vislumbran salidas a este clima de atropellos y violaciones constantes a nuestra libertad.

 

 

 

 

 

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