El trago y el máiz
Casa de citas/ 327
El trago y el máiz
Héctor Cortés Mandujano
Un poco antes de llegar a Teopisca, mi mujer y yo decidimos desayunar en un restaurante donde ya lo habíamos hecho en una ocasión anterior, pero, ahora, nos confundimos y entramos en uno que está unos metros antes.
Bendita confusión. Éste tiene un llamativo árbol (grande, frondoso) que rodearon de malla, donde metieron a varias palomas blancas. Gozamos viendo a una que empollaba y cantaba en arrullo a sus huevos que, suponemos, pronto entrarán en eclosión. Oír el canto de las palomas es un hecho cotidiano en nuestras vidas, pero aquí estábamos cerca de la cantante magistral, en primera fila. En otras ramas, otras dormitaban. Qué idea ésta: palomas libres en una cárcel natural.
Hay un lago artificial, también, con patos y gansos, cuyo canto nos suena familiar porque hubo un tiempo que tuvimos algunos en un estanque que construimos en casa. El día es lindo, y apenas comienza.
En Comitán compramos muchos dulces y nos dirigimos a nuestra meta, un lugar al que nunca antes habíamos ido: Uninajab. En nuestro reproductor de música, un poco antes de llegar, se oye “Para cuando me vaya”, con Nacha Guevara, que me pone casi siempre melancólicamente feliz. Y a eso ayuda, claro, el cielo y los maravillosos árboles, el cerro, el aire. Qué bonito es casi todo.
Llegamos. Qué maravilla son estos borbotones de agua transparente que brota de la tierra y hace las enormes pozas, y los arroyos cantarines, y las cascadas de poderosa voz, que atraviesan la mitad del pueblo. En una feliz ocurrencia, sin violentar la naturaleza, dieron forma a los muchos híbridos de albercas-piscinas-pozas que en un número que rebasa la docena (no los conté) nos dan la oportunidad de nadar hasta la extenuación.
Pero nos queda cerca la laguna Koila, que nos recomiendan conocer. Vamos y, aleluya, nadie más que nosotros siente este viento en el rostro, ve las aguas azules-turquesa, los cerros reverdecidos por las recientes lluvias. Y yo entro al centro de la laguna, como un Adán no inocente, mientras mi mujer, que no se atreve a entrar (su nivel de natación no es para presumir), me ve y eventualmente conversa conmigo sentada en las enormes rocas de la orilla. Pero callamos y quedamos contentos, sin sentir cómo pasa el tiempo, a merced de este silencio cósmico.
Nos hospedamos en la Quinta Ara y nos encontramos con que su dueña ha preparado el cumpleaños de su hija, 22 años, y hay muchas muchachas y muchachos por aquí. Mireya nos invita a comer y como si fuéramos su familia más querida (están sus hermanos, sus sobrinos, su hija) nos sirve botanas, cervezas y las primeras carnes que salen del asador. Comemos como marqueses, como dice mi amiga Lucha. Uno se queda inerme y agradecido ante tanta bondad, tanta generosidad de una persona hacia unos desconocidos.
Y esa noche llueve como hace tanto no gozaba. El cielo se cae.
El día siguiente se presenta de nuevo con agradables sorpresas y a nuestro regreso (comeremos y dormiremos en San Cristóbal) mi mujer decide que pasemos a hacer, en Comitán, algunas compras a la tienda de los padres de nuestra querida amiga Pili. Ellos nos reciben con tanta alegría, que pareciera que les lleváramos los regalos que, al contrario, nos dan a manos llenas: duraznos que yo corto directamente del árbol, duraznos curtidos, paletas, panes…
Él contesta la pregunta que mi mujer le hace al verlo tan bien, tan armónico, con el carácter sonriente que le conocemos:
—¿Cuántos años tiene?
—76.
—Ya va para ochenta –dice ella.
—Ya voy pal hoyo –ríe él.
Llega un señor a dejar y a traer cosas de la tienda. Es uno de sus proveedores. Nos lo presentan. Entre otras cosas, nos cuenta, hace trago. Es un hombre simpático, que nos comparte este dicho que yo no había oído antes:
—Que nunca nos falte dinero para nuestro bendito trago, aunque no haya para el canijo máiz.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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