La generación del rock que se fue
Juan Pablo Zebadúa Carbonell
Con la muerte de Chuck Berry se ha acabado la primera gran fase histórica de la música del rock, esa que fundó y enraizó lo que ha sido, quizá, la música mundializada más impactante de todos los tiempos. Con Chuck Berry se fue la generación primaria que dio voz y rostro a un tipo de música que, por más que se diga lo contrario, siempre ha enarbolado banderas en pugna con el orden y las reglas de una moral que nunca ha sido condescendiente a nuevas formas de ver el mundo; de ver a contracorriente la vida y de tratar de ser crítico en lo que no nos viene bien dentro del tiempo que nos tocó vivir.
En todo campo de creatividad hay mitologías intocables, las que se reverencian eternamente, las que nunca mueren simbólicamente. Por eso debemos de entenderlas como son: invencibles en el tiempo, aunque sabiendo que los íconos de este santoral son de carne y hueso; personas capaces de transportarnos a niveles del arte como sólo ellas pueden hacerlo. Como nunca, 2016 fue un año de decesos en el mundo del rock. No es de extrañarse, si tomamos en cuenta de que esa generación, la fundadora, tiene ya 70 años de edad y 40 de crear rock. Aunque no deja de pesar el desasosiego que le entra a uno cuando los héroes dejan de existir, también hay la necesidad de ver los nuevos rostros por los cuales el rock se renovará, se transformará y seguirá siendo el imprescindible arte que también ha servido para entender en gran parte el mundo cultural de la actualidad.
Con la muerte de John Lennon, en 1980, se fue con él una parte elemental de la ideología roquera. Huérfanos políticos, sin John hubo que crear nuevos lenguajes para entender la contracultura de fin de siglo. Después, la partida de David Bowie puso fin a la extraordinaria creatividad del rock en toda su extensión narrativa y visual; y con Chuck Berry se va la primitiva adrenalina y el desfogue guitarrero característico de la más ruda rebeldía negra, con seguridad el emblema de esa generación. El rock primario se fue, y con ello el mundo que se moldeó desde los cincuenta y los sesenta de acuerdo a todo un equipamiento de conciencia social y de equilibrio entre los poderes reales. Siempre he dicho que el mundo actual no hubiese sido el mismo sin la influencia de la cultura del rock; esto no quiere decir que haya imperfecciones en nuestra realidad, pero sin su presencia pudiese haber sido peor. Y de esto mismo se alimenta el arte, de palpar lo que emana desde las profundidades emocionales de los creadores, que nos permite pensar un mundo distinto y más humano.
Ahora es cuando debemos pensar en qué se convertirá esta música una vez llegados a sus primeros cincuenta años. A quienes nos gusta sabemos que es un ave fénix que se renueva de sus cenizas. Un portento de creatividad, torrencial, que no para y no se detiene. Y ante este mundo de incertidumbre, de reacomodos a todo nivel, siempre es necesario permitirnos ser autocríticos y severos ante las injusticias, si es de la mano de un campo artístico que nos aliviana y propone una vida sin tantas preocupaciones, bienvenido sea.
Decía José Emilio Pachecho que probablemente no sea el tiempo de nosotros, porque nuestra generación nos dejó hablando solos. Puede ser, pero desde el rock, por ejemplo, se ha de intentar la búsqueda constante de interlocutores y escuchas, no tan sólo de cadencias y acordes musicales, sino de toda una propuesta vital que atraviese las condiciones políticas, sociales y culturales de este mundo que nos tocó vivir. Una utopía terrenal, si se entiende. De eso exactamente se trata el rock.
¡Larga vida al rock!