Matar periodistas
En Chiapas, dicen, no se mata a periodistas; se les compra. El sacrificio de comunicadores profesionales, prosiguen, viene de otros estados: de Sinaloa, Chihuahua, Tamaulipas y Veracruz.
Aquí, argumentan los críticos, los políticos prefieren sentarse con los o las periodistas para negociar espacios de publicidad, líneas ágatas, menciones en los portales y comentarios en Facebook y en Twitter.
Esos encuentros desde luego suceden, pero no solo en Chiapas sino en todas partes de México y posiblemente del mundo.
La muerte de periodistas, ominoso en todos los sentidos, no parecen estar vinculadas con las críticas a los políticos sino al crimen organizado.
Eso explica que en Chiapas, Yucatán, Querétaro o la Ciudad de México el asesinato de periodistas apenas existan, afortunadamente, porque la presencia de los cárteles es más débil.
A diferencia del político que busca solucionar todo con unas botanas o desayunos y la compra de espacios publicitarios, el crimen organizado, acostumbrado al lenguaje de las balas, sus tácticas silenciadoras se traducen en sentencias de muerte.
No estamos blindados contra esa realidad que asfixia a otros estados del país, y hay signos preocupantes de que se empieza a observar en Chiapas la presencia de narcotraficantes y secuestradores, con casos muy alarmantes en Comalapa y Motozintla.
Además, en Tuxtla Gutiérrez y en San Cristóbal se registran aumentos en el consumo de drogas, lo cual podría degenerar en el establecimiento de carteles fuertes que pudieran imponer aquí la ley de la selva.
El asesinato de periodistas se comete al mismo tiempo que se ajusticia a otros miembros de la sociedad. En Veracruz y en Chihuahua, las muertes de Miroslava Breach y de Ricardo Monlui, se dieron en un contexto de desaparición y asesinato a mansalva de muchos jóvenes más.
Esas muertes, anónimas muchas veces, no provocan tanto escándalo, porque nos hemos acostumbrado a las noticias de de ejecuciones, pero el asesinato de periodistas es siempre un llamado de atención, no porque sus vidas sean más valiosas que la de otras personas, sino porque significa un atentado frontal a uno de los pilares de la democracia: la libertad de expresión.
Los políticos mexicanos difícilmente matan a periodistas, porque saben que esa muerte puede implicar su propia catástrofe. Sin embargo, algunos han traspasado ese código no escrito.
En Chiapas, el asesinato de un periodista que más ha conmocionado a la sociedad, se registró el 2 de febrero de 1993, cuando Roberto Mancilla Herrera, colaborador de Cuarto Poder, recibió dos impactos de bala calibre 45. Hubo marchas silenciosas de periodistas, se formó una comisión investigadora y fueron encarceladas dos personas, pero hasta el momento no se ha encontrado el culpable de esa muerte que aún nos duele.
Tenemos una lista breve, pero lamentable de periodistas asesinados, que inició en el periodismo contemporáneo con la muerte de Antolín Gamboa, director de El Demócrata de Arriaga (1973), y prosiguió con la de Efraín Villatoro, subdirector de El Sol del Soconusco (1973); Ronay González Reyes, de El Mundo de Comitán (1988); Tito Gallegos Sobrino (1989); Fernando Preciado Escobar, de La Opinión de La Costa (1990) y Alfredo Córdova Solórzano, director de Uno Más Dos (1990).
Esa realidad a la que se enfrentan los periodistas del Norte de México, esperemos no verla jamás en Chiapas, porque sería la señal de un Estado fracasado que empuja a la sociedad a la barbarie.
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