La hipocresía de Occidente
Juan Pablo Zebadúa Carbonell
“Occidente” es un concepto utilizado para definir a ese privilegiado sector de países desarrollados alrededor del mundo. Se usa a menudo para decir que somos parte de una historia no compartida, pero sí anhelada, y que tal vez algún día, sí el camino es correcto, nuestro progreso será dirigido a formar parte de esas sociedades.
Estados Unidos, nación vencedora de la Segunda Guerra Mundial, es el principal productor de bienes sociales, económicos y culturales “occidentales”, y casi toda la vida en sociedad, de más de la mitad del mundo, intenta parecerse a esos estereotipos. Por ello, es fundamental entender desde donde se dice qué cosa cuando Estados Unidos proclama un valor que, en su entender imperial, debe de ser visto como algo que no se discute.
Sale esto a colación porque en política y democracia Estados Unidos ha detentado siempre una única visión de cómo la vida política debe copiarse. Si lo vemos así, este país occidental es bastante cuadrado a la hora de enunciar la «democracia» como la fórmula más acabada del quehacer político moderno. No se intenta aquí hacer un detallado análisis de este concepto, sino colocarlo en una discusión de cómo percibe Estados Unidos al mundo a partir de su implementación.
Es de sobra conocido que muchos personajes políticos contrarios a los gringos, fueron y son denostados sistemáticamente como gobiernos “no democráticos”, no porque en realidad lo sea o no, sino porque así se requiere que se crea. El caso más emblemático es el de Fidel Castro, expresidente de Cuba, que siempre catalogado como “dictador” al no entrar éste en las reglas democráticas “occidentales”, es decir, votar por más de un candidato o de un partido político. En Estados Unidos son únicamente dos, en ambos casos. Para ellos, la democracia se reduce a un bipartidismo: o sea, votas por un partido político u otro y prácticamente no puede haber más contendientes o candidatos.
Después fue Hugo Chávez, quien fue votado por la mayoría de los venezolanos cinco veces (perdió solo una), pero no contó para los gringos: Chávez fue un dictador. Y así, innumerablemente los autoproclamados apóstoles democráticos han criticado cualquier modelo que no se acerque a sus designios. No fui chavista ni madurista, por cierto, pero el maniqueísmo tan burdo para definir lo bueno y lo malo (no más, no grises, no medias tintas) es simplemente detestable.
De ahí que el discurso de Estados Unidos sea hipócrita. Es célebre el episodio del “McCarthysmo” en la década de los cincuenta, cuando el senador republicano Joseph McCarthy hizo una literal “cacería de brujas” a todo aquel funcionario público, académico, artista o ciudadano que fuese sospechoso de ser comunista (en ningún caso se comprobó ningún complot soviético), contraviniendo la Primera Enmienda de la Constitución Política de Estados Unidos. O sea, fuera de la Ley. Este acto “patriótico” se hizo en nombre de la “seguridad nacional”, tal y como Castro hizo cuando encarceló a disidentes o Chávez cuando canceló, conforme a la Ley de Estado venezolana, el permiso de transmisión a la televisora que promovió un golpe de Estado en contra de él.
Ahora, con Donald Trump, Estados Unidos parece que escupió para arriba. Antes de la llegada del nuevo presidente, los yanquis catalogaban como “loco” al dirigente de Corea del Norte por sus declaraciones altisonantes a favor de las armas atómicas; hace una semana Trump declaró que Estados Unidos necesitaba “ganar más guerras” en el mundo. Decía que Sadam Hussein tenía “armas de destrucción masiva”, y las únicas que se encontraron en Irak, después de devastar todo el país (casi un millón de muertos), fueron las mismas que los propios gringos les vendieron hace años en su guerra contra Irán. También ha dicho que Adolf Hitler fue un fascista por perseguir y expulsar a judíos de Alemania, y Trump acaba de iniciar la caza de inmigrantes para sacarlos del país, en pleno siglo veintiuno. Criticó a todo régimen de “antidemocrático” por perseguir a la prensa y el mismo Donald dice que todos los medios de comunicación estadounidenses son mentirosos y falsificadores. Y así, sucesivamente. ¿Quién es el desquiciado dictador ahora?
Solo en una cosa no son hipócritas: Donald Trump, descendiente de migrantes, nunca ocultó lo que dijo que iba ser y hacer. Pero resulta que, se supone, en el país que dirigirá por lo menos cuatro años, existen leyes “democráticas” que no le permitirán parecerse a sus adversarios políticos que tanto criticó; esos “bananeros” inferiores democráticos que no daban la talla a la historia estadounidense. Lo que es lo mismo decir, no puedes chiflar y comer pinole, al mismo tiempo.
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