El pasado como quemadura y espiga floreciente
Casa de citas/ 301
El pasado como quemadura y espiga floreciente
Héctor Cortés Mandujano
La muerte baja de la cabeza al corazón
Javier Espinosa Mandujano
Don Javier Espinosa Mandujano me mandó, hace tiempo, el original de su novela Sobre la tierra (ya se publicó, pero no conozco esa versión) con una dedicatoria que en ese momento no entendí: “Original de Sobre la tierra que envío a Héctor Cortés Mandujano, encomendando en sus manos mi espíritu”.
Y esta novela es eso: el espíritu personalísimo de don Javier que toca, con amor y con nostalgia, un mundo que si no fuera por su recuerdo y su escritura se perdería irremediablemente, porque esta novela recorre sus parajes de infancia en un tiempo que ya fue, pero que vuelve a ser en esta reconstrucción literaria.
La acción trascurre en los alrededores del cerro San Lorenzo, más conocido como “La Chumpa”, así llamado por su forma de “guajolota echada”, en “San Pedro Xiquipila”, querencia absoluta del autor, donde hay una comunicación íntima con la tierra (p. 11, mis citas corresponden al original): “La siembra en un pueblo de labradores es, quizá, su única posibilidad de comunicarse con el mundo, porque ¿qué campesino envejecido en el mar de su sembradío no escruta los cuatro puntos cardinales, busca los signos del cielo y aguza los sentidos para percibir los mensajes producidos por las altas sierras o las llanuras oceánicas?”
La atención narrativa no está puesta en el suspenso ni en la sucesión de anécdotas ni en el recuento de vidas, sino en el deleite de contar despacio, con las palabras que mezclan la erudición con el habla campesina. El mundo al que alude es el de (p. 15) “un pueblo de 360 almas” y la narración omnisciente puede aparecer a sus personajes y dejarlos fuera de muchas páginas hasta que de nuevo vuelven al primer plano. Hay estampas graciosas, de risa total (y eso no es tan fácil de conseguir) en, por ejemplo, la chucha en brama que atropella a la novia rica y presuntuosa; hay el momento del hombre que siembra frijol en la cárcel; hay varias historias de amor (entre Celerino y Genoveva, entre Arsenio y Candelaria, entre Carlos y Teófila); hay páginas prodigiosas sobre la fuerza del agua, de la creciente, del río; hay descripciones festivas de comidas y bebidas que ya no se ven, no se hacen, no se conocen; hay colores de caballos (un “bayo melocotón”, en la página 16, por ejemplo), bueyes y perros que sólo puede nombrar quien los conoce y los quiere…
Sus retratos, en pocas pinceladas nos muestran al ser humano (p. 1): “Prisciliano, La Musha, vivía al otro lado de la plaza; viéndolo bien, con su rostro cetrino, sus bigotes porfirianos y su arte de uncir y desuncir bueyes y laborear el campo, nadie podía suponer que su voz fuera como la de una niña de diez años” y (p. 116): “Don Ciriaco había sido un viejo procaz de mal entresijo, aunque una candelita de no sé qué se movía en los bajos fondos de su cabeza”.
Y hay, claro, en muchos momentos, lugar para la poesía. Así llama a los libros, en la página 30: “¡Bendita profesión de estos espectros de memoria, verdaderos soplos de Dios!”, y así al amor (p. 61): “Se trata de algo vertiginoso que se acomoda en los millones de planetas que ocupan el cuerpo y de lo que no podrá nadie desprenderse por el resto de su vida”; y no faltan las felices expresiones populares (p. 42): “El mes de julio entró ganoso” y (p. 60) “Estábamos a mitad de agosto, las lluvias tropeleando todos los días”.
La crecida tira (p. 70) “el guanacastón del Rosario” y, al margen de otras consideraciones (pp. 71-72), “la gente del pueblo pensó en los ochenta nidos de chorcha que el guanacaste sostenía en las ramas más altas”.
Me detengo en dos comidas (p. 128): “Deshicieron con arte los tamales de bola, de hoja de plátano o de hoja de milpa, que junto con el atol amarillo pasadito, llenaron el éter de aquella mañana fresca y luminosa” y (p. 140): “Una comida campesina de tasajo todavía fresco en jugo de naranja agria, olla de frijol con epazote, ishuaques amarillos untados de crema y queso, jícara de pozol ligeramente pasado, además de memelas de queso y miel”.
Pero los caballos son la presencia constante (p. 87): “El caballo olfateó poderosamente el agua midiendo el peligro con la sabiduría y valor de estos admirables seres de otro mundo”; con la cruza de una yegua y de “un semental grullo” nacieron (p. 102) “potros azafranados, de patas altas y finas, crines lechozas y la cara sólida con ojos circunspectos” y se mencionan también, en la misma página, “alazanes tostados, tordillos, blancos que en la zona se decían melados, sucios, mosqueados, rodados, a veces con tinta canela, a veces negra”; hay en la página 106 uno “dorado amaranto”.
Sin embargo, mi lectura gozosa tuvo un repunte cuando me hallé con el cuadro donde Mundo apunta su lista de ventas de potrancas y potros. Allí la novela me tocó directamente porque, con apenas un disfraz, uno de los compradores es mi papá, que se llamaba Herminio y a quien don Javier reconoce, lo ha hecho en varias charlas conmigo, como buen domador de potros (p. 108): “Don Hermas Cortés, arrendador y tratante, trajo un semental prieto, cría del general Tiburcio”.
Y aquí, sí, la novela también se quedó en mi espíritu.
Contactos: hectorcortesm@gmail.com
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