Cuba y Fidel en Tuxtla y Sxbal
A Gumaro Díaz López, mi segundo padre.
Por increíble que parezca, amigos, yo conocí a Fidel, al Che y a Camilo Cienfuegos, a Juan Almeida, a Huber Matos, a Raúl Castro y a Aydeé Santamaría, aquí, en Tuxtla Gutiérrez, entre 1972 y 1973. Apenas cumplía yo doce años e iniciaba la Secundaria en el Colegio La Salle. Estaba semi-internado en el Seminario Diocesano Santa María de Guadalupe, hoy Seminario Mayor de la Arquidiócesis de Chiapas, ubicado donde siempre, sobre la última calle de la colonia El Retiro, esquina de Perú y Uruguay 500. Probablemente era finales de 1972, luego del primer año, el más difícil. No estaba acostumbrado al estudio, a la religiosidad, a la disciplina monástica y menos al encierro. Mis padres querían que fuese cura. El padre Chiras, párroco de Los Cuxtepeques, también, y yo aún no pintaba para oponerme a sus decisiones.
Fue ahí que conocí a los barbudos de la Sierra Maestra. En el salón anexo a la biblioteca, en donde el Seminario tenía una pequeña impresora manual, de las antiquísimas, de tipos móviles, y aquel majestuoso mimeógrafo Gestetner alemán, con cubiertas de madera; ambos, instrumentos de divulgación inolvidables. Enfrente había un anaquel atestado. Lleno de gavetas con cuños, plicas, matrices y tipografía; tubos de tinta roja, negra y azul; paquetes de papel Revolución, rollos de esténciles nuevos y perforados. Había en el centro una extensa mesa de trabajo, más allá un lavabo y… arrinconadas permanecían al menos ¡Diez cajas repletas de tesoros! Se trataba, ni más ni menos que, de la revista semanal Life, versión latinoamericana, con ejemplares de finales de los años 50 y principios de los 60.
Naturalmente, no sabía qué era eso. No intuía en ese tiempo tamaña fortuna, y mucho menos conocía algo acerca de su valor. Incluso, nunca hubiese sabido nada de ello, si no es porque desde mediados de 1972 fui comisionado a esa área. Mi encomienda sería, mantener el aseo y el orden del Taller de Impresión, tal como rezaba el marbete sobrepuesto al dintel de la puerta del recinto.
—Aquí está la llave del salón —me dijo el padre Rafael, una tarde—. Vas a colocar cada cosa en su sitio. Vas a limpiar con gasolina y estopa las manchas de tinta. Y vas a barrer y a trapear estos pisos sucios. Si tienes alguna duda, ahí le preguntas a Gabriel.
Y eso hice y hacía diariamente, hasta que por fin, a partir de alguna tarde, me hice de tiempo y mañas para hurgar las cajas de poquito a poco… Pordios que fue ahí que conocí a Fidel y al Che; año en que comencé a conocer el mundo: Europa, Asia, África, la América de los anglosajones y la nuestra, la de los latinos. Pasaban ante mis ojos, las páginas de la revista, y junto con ellas: paisajes, ciudades, papas, gobernantes, políticos, artistas y guerrilleros; a través de esas hermosas y enormes fotos en blanco y negro. Aunque me embelesaban también, la publicidad, los textos y las ilustraciones de España, Gran Bretaña, Alemania, la URSS —la famosísima URSS de José Stalin y Nikita Jrushchov—, China, Japón e India.
Ahí empecé a saber de tanques, buques y submarinos; de diversos aviones, entre ellos los “cazas” Migs y Phamtoms, los primeros rusos, los segundos norteamericanos; a tener noticia de torpedos, proyectiles y lanzamisiles; de ojivas nucleares, misiles intercontinentales y el Muro de Berlín, y en general, algo que no entendía: las guerras, los “comunistas” y los grandes ejércitos. La “gran guerra” de los soviéticos, las guerras intervencionistas norteamericanas de Corea y Vietnam, la guerra del Yom Kippur, árabe-israelí, de 1974, las luchas del pueblo palestino y en general, eso que llamaban Guerra Fría.
Ahí entonces, en las páginas de la nunca jamás superada, inagotable e incluso mil veces preferida Revista Life… en medio de toda esa parafernalia guerrerista, xenófoba y anticomunista, fue donde conocí la historia de los guerrilleros cubanos, los “barbudos de Fidel”. Supe ahí del precursor Ataque al Cuartel Moncada, del desembarco del Granma, de las campañas de la Sierra Maestra, del rompimiento del cerco, de los asaltos a Santiago, Santa Clara y Camagüey, o de la entrada triunfal a La Habana. Ahí conocí los preparativos de la guerrilla, a los guerrilleros internacionalistas, su partida del puerto de Tuxpan el 25 de noviembre de 1956 —casualmente la misma fecha en que Raúl anuncia la muerte de su hermano—, o el día del triunfo de la Revolución, el de la rendición del ejército batistiano, el primero de enero de 1959; tan sólo dos años después de esa campaña militar definitiva.
Incluso fue ahí, en el seminario religioso y en el semanario Life, en donde supe del apotegma fideliano, la frase lapidaria y célebre: “La historia me absolverá”, título del alegato que Fidel presenta, apenas a sus 26 años, para exigir su propia liberación de las cárceles de Batista; lo mismo que esa otra expresión pegajosa “Si salgo, llego; si llego, entro; y si entro, triunfo”. Aunque insisto: todo ello fue ahí precisamente, a principios de los años setenta, bajo la protección de curas, rezos, plegarias, latines, estudio, mucho trabajo y disciplina. Aclaro: no en la escuela o ante ningún profesor de historia… desafortunadamente.
Por tal razón, supongo —aún no reflexiono esta parte de mi vida, aunque creo, no será de mi interés escribir memorias—, muy pronto a una camisola de mezclilla, yo mismo, con mis propias manos, bordé en la espalda, con hilos rojos, la hoz y el martillo de los partidos comunistas del mundo. ¡Claro! Como era natural —aunque entonces nadie me había advertido… ¡Hacer eso era un flagrante pecado!—, en el Seminario me hicieron quemarla en cuanto los preceptores me vieron con ella. Igual que tiempo después, quien fungía como guía espiritual, tras encontrar debajo de mi colchón una novela “sediciosa”, él mismo formalmente me la confisca. Se trataba de Los de Debajo de Mariano Azuela.
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