Definición de azucena
En casa de Jorge vivía una niña que se llamaba Azucena. Jorge nunca supo cuál era el parentesco que tenía con ella. Doña Clotilde decía, cubriéndose parcialmente la boca con la mano, que esa niña era hija de don Jorge, pero con una india de su rancho. Azucena tenía la piel del color de la tarde y sus ojos eran como un lago a mitad de un bosque. Jorge también tenía los ojos verdes.
Casi todas las tardes íbamos a hacer la tarea en casa de Jorge. Es un decir, dejábamos la mochila sobre la mesa del comedor e íbamos al sitio de la casa a cortar jocotes y a jugar a policías y ladrones.
Cualquier diccionario dice que azucena es una planta y es la flor de esa planta, es blanca y olorosa. La Azucena de la casa de Jorge no era lo primero, pero sí lo segundo. No era blanca, como ya dije ¡era morena!, como la tierra que pisaba, pero sí olía a meados todo el día. Según doña Clotilde, la niña se orinaba en su cama y así como amanecía en cama andaba para arriba y para abajo durante el día en toda la casa. Cuando nosotros estábamos en el sitio, cortando jocotes, la encontrábamos haciendo lo mismo en el árbol más alto, el que estaba junto a la pared divisoria. Nadie de nosotros se atrevía a subir a ese árbol, porque sus ramas tenían una conformación especial que lo hacía difícil para trepar, pero ella, como si fuese un chango trepaba con una agilidad de pantera. A mí no me gustaba estar cerca de Azucena, porque su olor era repulsivo. ¿No se bañaba? No, Jorge decía que, a veces, su papá aprovechaba el agua de lluvia y, a mitad del aguacero, la sacaba al patio y ahí la amarraba a un poste donde, por lo regular, amarraba a su caballo. La niña se sentaba y jugaba con una muñeca de plástico que no tenía vestido. Cuando la lluvia cesaba, la niña esperaba que don Jorge la desamarrara, ella, como si fuera un perro, movía todo su cuerpo en intento de secarse y corría para la cocina donde se secaba por completo al lado del fogón, mientras doña Clotilde, con lágrimas en los ojos, le daba una taza de té de limón.
Doña Clotilde aseguraba que las noches después de lluvia, la niña orinaba más que nunca, como si su cuerpo hubiese empapado todo el agua que caía sobre su piel, de tal suerte que a la mañana siguiente Azucena apestaba más que siempre.
¿Nunca se cambiaba la ropa? No, Jorge decía que, a veces, su papá le compraba un vestidito. Azucena abría los brazos como árbol y recibía el obsequio de don Jorge, lo pegaba a su cuerpo y daba varias vueltas, emocionada, alegre, como si bailara con el trapo. Luego subía a su cama y, parada, con los brazos en alto, se colocaba el vestido por encima del otro. Era como un árbol con capas y capas de tela. Dicen que así era la abuela de Oskar, el niño del tambor de hojalata.
Cuando alguien pronuncia la palabra Azucena nunca vislumbro la que consigna el diccionario. Para mí, la palabra Azucena siempre remite a la niña que vivía en casa de Jorge.
Una tarde, como siempre lo hacíamos, llegamos a la casa de Jorge, tiramos las mochilas sobre la mesa del comedor y corrimos hacia el sitio donde trepamos a los árboles de jocote. Manuel fue el primero que se dio cuenta que Azucena no estaba trepada en el otro árbol, el que estaba junto a la pared divisoria, ahí donde una enredadera abrazaba el muro con el afecto de siglos. “¿En dónde está Azumerienda?”, preguntó Manuel. “Sí, ¿en dónde está Azualmuerzo?”, reforzó Mario. Jorge, muy contento, dijo que por fin ella la habían mandado al rancho y sacó una fotografía de la bolsa trasera de su pantalón, la izquierda, porque en la derecha siempre llevaba su tiradora. En la foto aparecía una niña preciosa. Era Azucena. La tarde anterior al viaje se había bañado y había estrenado el vestido que don Jorge le había comprado. Doña Clotilde dijo que estaba emocionada por regresar con su mamá. La vieja me llevó al cuarto donde Azucena dormía y me enseñó un promontorio de ropa, eran todos los vestidos que Azucena llevaba puestos. Era como una pequeña montaña. Algo llamó mi atención: el promontorio no olía a meados. Doña Clotilde puso sus manos en mi espalda y me empujó. Me acerqué al promontorio de vestidos sucios y deshilachados. Olía rico. Doña Clotilde dijo que así olían las azucenas, que, según el diccionario, son flores blancas y olorosas.
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