El lenguaje de los políticos
El lenguaje de los políticos
Juan Pablo Zebadúa Carbonell
Para nadie es un secreto que a niveles internacionales el descrédito de la política es tal, que prácticamente ya nadie cree en ella. Cada vez más se observa en el mundo un total desapego hacia aquellos formatos que fueron pilares en la modernidad y que en el orden internacional actual se desdibujan cada vez más.
Me refiero a la política convencional. La que se caracteriza por aquellos discursos que abogaban por democratizar las sociedades a partir de los partidos políticos. La cuestión es que dichos discursos ya no caben en los moldes actuales y los ciudadanos cada vez más se desmarcan de estos lenguajes. Solo basta ver las iniciativas ciudadanas de los movimientos sociales en Seattle, Davós, los indignados en Grecia y España, o el Movimiento Yo Soy 132 en México, como intentos de dignificar la política tal y como se estipula en los más elementales catálogos de las democracias y que atañe directamente a los partidos: mandar obedeciendo.
Día con día, la gente ya no cree ni pizca a los partidos por un lenguaje que ya dio de sí y que ahora mismo se nos aparece como un discurso anquilosado, fuera de la realidad y en un idioma que ya nadie entiende por inoperante. En México, los partidos son una de las instituciones con más descrédito y desconfianza tienen, junto a los propios actores políticos y el gobierno en general. Según el CIDE (Centro de Investigación y Docencia Económicas), nueve de cada diez mexicanos creen que los partidos son corruptos.
Pero parece que los políticos no se dan por enterados. En algunos promocionales del PAN decía su presidente “Claro que podemos ¿a poco no?“ Pero tuvieron 12 años para hacerlo y no pasó nada. En los spots de Andrés Manuel López Obrador, mismos gestos, misma guayabera, misma escenografía, mismo tono. Todo igual. Al PRI lo arrolló un tren electoral en junio pasado y lo primero que hacen los “representantes del pueblo” es nulificar la Iniciativa Ciudadana de Ley 3 por 3, que permitía amortiguar la corrupción, cancha donde juegan muy bien los políticos y en donde se regodean metiéndonos golizas de impunidad. Palabras aparte está el performance que están haciendo los aún gobernadores Duarte en Veracruz y Chihuahua y Borge en Quintana Roo, que en conjunto es una oda a la arbitrariedad, la ilegalidad y la corrupción hasta límites indecibles.
El lenguaje de los políticos es una señal de que pareciera que intencionalmente quieren seguir alejándose cada vez más de lo que acontece en las calles. El look tan predecible como tan arcaico, traje, corbata, la adultez como signo inmaculado de madurez, son elementos de una moral que no induce más que a pensar en que a estos personajes no les cree ni su propia madre. Frases de los gobernantes como “combatiremos la pobreza”, “con estricto apego a la Ley”, “se hará justicia”, solo ahondan la brecha entre la ficción y la realidad; entre los poderosos intereses económicos en juego (ya lo dijo el clásico: “un político pobre es un pobre político”) y la vocación de servicio al pueblo; el servirse con la cuchara grande, descarada, impune, cínica, y la implementación de políticas públicas que generen bienestar. La política como caricatura de sí misma, por decir lo menos. Lo más: delincuentes con fuero institucional, violando la Ley sistemáticamente.
Y en Chiapas este fenómeno es de una evidencia tal, que raya en el límite de lo peligroso que puede ser la ingobernabilidad y falta de autoridad institucional, y lo absurdo y surreal como lenguaje. El gobernador del estado, quien nunca ha capitalizado su juventud y la eventual “nueva ola” con que, en teoría, se pudiese entender a los nuevos políticos, se ha dejado conducir en el camino de lo más rancio de la vieja política priista. Convertido en un “joven-viejo”, dijera Krauze, sin ninguna chispa que demuestre una pequeña y genuina visión de altura, de Estado, solo repite los clichés antiguos que absolutamente nadie puede darlos como coherentes.
La última joya fue la cita de Gustavo Díaz Ordaz. Si lo hizo con vocación de político, mal que un joven como él piense como un presidente autoritario que quedó en la memoria nacional como asesino de estudiantes. Y si no supo de quien era la cita, peor: el gobernante no sabe lo que dice. O sus asesores no quieren que sepa o la ignorancia supina es la que dirige el estado.
Son los ciudadanos los que de alguna manera intentan cubrir los huecos que han dejado los propios políticos. Poco a poco, paso a paso. De nosotros cabe la posibilidad, enorme y grandiosa al mismo tiempo, de hacer nuestra propia historia y no dejarla en manos de siniestros personajes que, dijera la legendaria frase que resume este sexenio: ni siquiera saben que no saben.
Viento, mi buen. ¡Adelanrte!