La muerte de Mariano Mendoza III
Tercera de cinco partes
Un día, tomando y algo alegres, yo andaba un tocadiscos; un toscadisquito ansí, de los portátiles que traían los chapines en ese tiempo, y… nos pusimos en la esquina; ahí estábamos oyendo las canciones, los disquitos aqueos de 32 revoluciones. Echando cerveza estábamos en esa esquina, junto a la cantina de Goyito García —que tenía billar y hasta futbolito—, cuando de ahí nos llegaron a sacar los federales. Nos fuimos al otro lado del pueblo. Primero a la cantinita de doña Carmen Espinosa, luego al cabaret que estaba al lado y… ¡Que de ahí nos llegan a sacar también! Entonces nos fuimos pa’antá Angelito El Nena. Estábamos echando nuestras cervezas. Andábamos Mariano, yo, el difunto Enrique Barrios Penagos alias El Zope, El Vejiga Abraham Ruíz Cáceres y… un señor don Melquiades Pérez Morales de por mi barrio. Pura fichita.
Estábamos bebiendo las cervezas, cuando vuelven a llegar los maldecidos. Y ahí sí, yo mismo les dije recio: —Oiga’sté sargento ¿Qué es pué que tanto nos registran? ¿Por qué no cachean a los demás, a los de las otras mesas?
Entretanto ahí se acerca un soldado de primera… el fulano aquel que se llamaba Fermín, quien por cierto se casó con una concordeña hermosa, y se hizo yerno de don Amador González; y dice pué: —Noo. Si lo que queremos ver es a qué hora meten la pata.
—¡Ah chingao! —Respondió Mariano—, y ¿Ahora por qué? Si ya mi asunto está resuelto. Ya me demandaron, ya pagué la multa.
Se trataba del asunto de la golpiza que puso a los militares, demanda que ya había caminado. Razón por la que ya Mariano era conocido; ya su pleito era de la atención de un coronel de la XXXI Zona Militar y, efectivamente, estaba a punto de resolverse. Tanto es que en esa ocasión nos dijo… comentó con nosotros: —Fíjense que ya mañana es la última vez que voy ir a firmar hasta Tuxtla Gutiérrez, con los militares, —nos dijo—. Ya mañana voy a quedar libre, con la gracia de Dios y… ¿Cómo lo ven lo que me proponen? Que quieren que yo me meta a la milicia…
Nos estaba diciendo que el coronel con quien trataba el asunto de haberle faltado al respeto a los militares… él mismo le había ofrecido enrolarlo como soldado, pero incluso con algún grado. —Puees… metete, —le aconsejamos todos―. Agarrás trabajo formal —le respondimos—, ganás tu paga y ahí se acaban tus problemas. Si te quedás, te va a seguir haciendo la vida imposible este viejo jijo’e-puta. Luego, en cuanto podás, ya lo llevás tu mujer.
Ansí le dijimos. Y sí. No tenía ni un año que se había casado con la Julieta Gordillo Osorio, una de las mujeres más chulas que ha dado Los Cuxtepeques. Ya tenían un hijito y vivían ahí con el papá, con don Chus Mendoza Albores. En eso estábamos… no había pasado ni media hora, cuando otra vez los milicos, y que nos empiezan a registrar…
—Por el amor de Dios, ¡Pero si nos acaban de cachear! —Que les decimos.
—Tú te callas, cabrón.
—¡Shht! Ta bueno, —nos dijo Mariano—. Vonós ya.
Volvimos por onde habíamos estado, por el rumbo de la cantina de Santiagón, Santiago Ruiz Coutiño. El encargado no sé si era don Eduardo Cruz o el difunto Javier Reyes. Entramos y tomamos dos cervezas, cuando los soldados ¡Otra vez!
—¡Pero qué jijos-de-sus-chingada-madre! Éstos me andan siguiendo. —Eso fue lo que dijo el buen Mariano―. Ahora sí, vonós ya. Ya no permitamos que nos registren estos verga, ―dijo El Gallo.
Y fue así que ya no nos cachearon. En cuanto ellos entraron por una puerta, nosotros salimos por la otra y ansí salimos, por la otra calle, por el rumbo de la Casa del Pueblo. Ahí estábamos en la esquina parados, cuando vimos que asomaban sus cabezas los soldados.
—Miren onde están parados aqueos vergas, —nos parecía que decían los militares.
—¡Chingue su madre! —Dijo Mariano—. Miren… estos algo se traen. Ya vonós mejor caminando.
Lo platicamos. Pensamos atravesar esas calles, bajar por el arroyito, por la esquina de Goyo García, luego subir junto a la casa de don Agenor Cruz, pasar por la de don Samuel Castro Tamayo, total que ya de ahí estaba cerquita mi casa. Yo fui quien le dijo a Mariano:
—Ve, ansí está mejor, compa. No nos metamo al centro. Dejamo cerca al Vejiga, me dejan en mi casa, pasás a dejar al Zope, y luego, por toda la orillada te vas por ahí, derechito hasta llegar a tu casa. Y si no querés, te podés quedar aquí, en mi casa. No sea que estos vergas te vayan a llevar pa’la cárcel.
—Noo. ¿Cómo podés creer? —Contestó Mariano—, aquí por la calle más céntrica me voy a ir. No vayan éstos a pensar que les tengo miedo… los jijo’e-la-chingada.
La calle que decíamos era la Segunda Norte Poniente, calle obscura, de barrancos y pochotas; calle de La Media Luna, de don Audato Meza, y tío Marino Bermúdez, casas que estaban antes de llegar a la de don Chus Mendoza; del otro lado del pueblo. Pero Mariano ya no entendió más razón. Nos despedimos ahí, en la esquina de don Manuel Robelo y él agarró por toda la Avenida Central, calle de La Palma y de las casas grandes. Don Melquiades, Abraham, Enrique y yo, nos fuimos por el rumbo que dijimos y… ya estábamos llegando a la esquina de don Mariano Cameras, cuando oímos el primer balazo.
—Chingue-su… ¡Ya lo jodieron el pobre Mariano! —dijimos.
—¿Será posible? —Preguntó don Melquiades—. Yo lo voy ir a ver.
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A que Don Antonio, tres avances de cinco, y en todos quedamos con la zozobra, ya pué, publiquelo todo de una vez!