Ciencia para todo, o para nada
A quien esté bajo el influjo de algún credo religioso equiparable al ultramontanismo católico la mención de la palabra “ciencia” le causará urticaria, o un rechazo visceral, como los ortodoxos religiosos suelen expresar respecto a ciertos avances científicos y tecnológicos. Perseguidos como Galileo Galilei, o condenados y asesinados como Giordano Bruno o Miguel Servet son ejemplo de los desencuentros que las transformaciones científicas o la libre expresión de opiniones han tenido con las instituciones religiosas. Y estos casos podrían extenderse al número de implicados y a distintas religiones y, por lo tanto, tiempos históricos y lugares habitados del planeta.
Al menos en lo que conocemos como Occidente esta situación parece haberse superado desde hace dos siglos, aunque en la actualidad quedan residuos muy lamentables en países con predominio de gobiernos de un islamismo que contradice su larga historia, entre cuyos logros hacia el presente se encuentra la preservación del conocimiento de la filosofía clásica en el llamado periodo medieval europeo.
Pero este breve repaso histórico no tiene como finalidad realizar un panegírico de las virtudes de la ciencia, más bien es un pretexto para recordar que cualquier forma de creencia, asimilada a ciegas, no toma en cuenta la capacidad crítica, uno de los valores del ser científico. Hoy en día imaginarios o formas de pensar religiosas se han trasladado al ámbito de las ciencias; leen bien, a dicho ámbito afirmo. ¿Por qué tal aseveración? Porque la considero evidente desde hace décadas, aunque la celeridad de los avances científicos más próximos hacen que este postulado se vea de forma más clara. Me explico. Durante el siglo XIX y parte del XX construcciones teóricas llamadas científicas determinaron cómo observar a los seres humanos, convirtiendo afirmaciones biológicas en sentencias para clasificarnos y así decir que los blancos eran superiores al resto por distintas razones que, con el paso del tiempo, se desmontaron por erróneas o por falseadas con dolo y alevosía. No diré que ejemplos como el anterior, ejecutado con consecuencias tan visibles como las del colonialismo contemporáneo, estén presentes hoy en día, sin embargo la devoción a lo científico llega a límites que rozan el ridículo cotidiano si se analiza con una dosis de frialdad y un cierto sentido del humor.
Tres nombres que a los chiapanecos afectan de forma directa, y solo pienso en cuestiones alimenticias: café, cerveza y carne de cerdo. Productos los tres de extenso consumo en el estado de Chiapas, han estado en los vaivenes de los científicos para criticar agriamente su consumo o para ensalzarlo. De ser una amenaza para nuestros sacrosantos cuerpos de repente se convierten, más que en una alegría, en productos vitales para una mejor vida. Casos como estos se reproducen con cotidianidad, y aparecen en revistas científicas con señalamientos y experimentaciones rotundas. Por ello, y no por otra cosa, la ciencia también se convierte en creencia en ocasiones y momentos determinados. Hoy estamos en uno de ellos y habrá que reflexionar si creer a pies juntillas o mejor reír, esperar y no considerar que la ciencia solventará todos nuestros problemas vitales o existenciales. Esos siempre son más complejos para que cualquier enfoque científico o tema abordado pueda solventarse con la varita mágica de la ciencia. Somos hijos de este periodo histórico y por ello hay que aplicar lo aprendido a través del método científico para cuestionar o dudar antes que creer.
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