Los patitos rojos

Casa de citas/ 257

Los patitos rojos

Héctor Cortés Mandujano

 

Al enano le habla una paloma…

 

Es diciembre. Mi mujer me anuncia alegremente que ya tiene todo listo: rutas pensadas, boletos comprados, reservaciones de hotel…

—Ya. Es un hecho. ¡Te voy a llevar para que conozcas los patitos rojos!

—¿Patitos rojos?

—¡Sí, esos que tanto te gustan, que tienen las patas largas!

—¿Flamingos?

—Sí, ésos.

 

Fuimos a varios lugares de Yucatán, pero el esencial fue Celestum. Muy temprano entramos al mar y nos detuvimos ante un muro de piedra que se ha hecho hogar de pelícanos, gaviotas, cormoranes. Un gallinero de aves libres. Nuestro guía, muy atento, de pronto se detiene, ya en mar abierto, para enseñarnos el espectáculo hecho sólo para nosotros: delfines que saltan, entran y salen atrás, delante, a los lados de nuestra barca.

El agua cambia de color. Parece que estuviera bajando agua de creciente, como en los ríos chocolatosos de tiempo de lluvia. No, es el rojo que mana de los árboles de mangle, que por muchos kilómetros hacen bosques, y se combina con el azul. El agua se vuelve color melón, luego naranja, luego roja. Y allí están los flamingos (o flamencos): cientos, miles. Mi mujer sabe de la admiración que tengo por la belleza de estos animales y me regala estos momentos en que me extasío viendo a estos milagros naturales que hunden la cabeza constantemente en el agua para comer. Allí nos quedamos un rato, en silencio, sólo viendo, disfrutando.

(Para leer, en estas vacaciones decembrinas, entre otros libros me llevé Papeles inesperados, de Julio Cortázar. En la página blanca del final puse varias líneas que me ayudaran a escribir esta breve crónica, que escribo el primer día de febrero. Una de ellas es la que usé de epígrafe, que ni yo mismo entiendo: ¿Al enano le habla una paloma, de cuál fumo?)

Ilustración: Juventino Sánchez

Ilustración: Juventino Sánchez

***

 

Mi mujer, mi hija, mi nieto y yo vamos de fin de semana a la casa de piedra que mi primo Paco ha construido en medio del campo. Allí dormimos. Al día siguiente, después de la comida, descendemos una pequeña sima, porque por primera vez Jacobo, mi nieto de tres años, probará escalar la pared pétrea que Paco ha escogido.

Jacobo se deja poner los bártulos necesarios, se ata a la cuerda y comienza ascender. Los varios que nos quedamos en el fondo (Pili, Pilita, Jama, Nadia, mi mujer y yo) le echamos porras mientras el pequeño, sin miedo, mueve la pierna como le dice Paco; se aferra de un hueco, se impulsa, avanza a buen ritmo. Supongo que los demás sentirán una emoción parecida a la mía, que es una mezcla de miedo (pese a saber que no hay peligro para él), nervios y admiración. Jacobo sube algo así como diez metros con determinación, fuerza y, sí, valentía. Muchas veces le digo “Bebé” y él me corrige:

—No soy un bebé, Tito, soy un niño gande.

Y eso es, pienso, mientras lo veo escalando: un gigante.

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