Vivir sin fútbol

 

Estamos iniciando el año 2016 y gran parte de la población ha celebrado, con familiares y amigos, las fiestas navideñas o la llegada de un nuevo año con gusto y algarabía. De hecho los buenos deseos expresados de forma casi multitudinaria, ahora por redes sociales, significan que estas fechas implican una métrica del tiempo. Nada ajeno a todas las sociedades que son y han sido durante que la humanidad existe. Hoy en día se pueden apreciar aspectos similares en la peregrinación anual a la Meca o en el año nuevo chino, por solo mencionar dos de lejanas latitudes. Lo mismo cabe decir del mundo prehispánico y su calendario, de los idus y otras festividades romanas, o de las celebraciones de santos en la Edad Media y Moderna en Europa. Sin embargo, el mundo contemporáneo ha dado otras posibilidades para ritmar el tiempo, que trascienden en lo individual a los cumpleaños o al santo del nombre que uno porta. Me estoy refiriendo a las competiciones deportivas y, en concreto, al fútbol.

Para los que no nos criamos en la religión católica y que las celebraciones cívicas, tan religiosas en muchos casos como las establecidas por esa institución milenaria, tampoco nos han hecho levantar como la música militar, como era expresado en la canción (“La mala reputación”) de Georges Brassens, retomada por Paco Ibáñez, el fútbol es un marcador de ese tiempo vivido y recordado.

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No cabe duda que muchos intelectuales reniegan de las prácticas deportivas por ser consideradas otra especie de opio del pueblo, a modo de lo dicho por Marx sobre la religión, o por significar el pan y circo al modo del pueblo romano. Expresiones que hablan de una despreocupación por los problemas cotidianos o trascendentes del vivir en sociedad, o de la enajenación que los individuos tienen a manos del poder. Respeto las opiniones de quienes comparten tales ideas, pero para criticar también hay que expresar pensamientos más originales y que, tal vez, surjan de estudios más profundos de actividades que permean toda la vida actual, incluso en aspectos tan cotidianos como lo es nuestro vocabulario.

Dicho esto, vivir sin fútbol en ciertos periodos, ya sea el nacional o el internacional deja una especie de vacío en ese ritmar la periodicidad del acontecer diario. Los partidos del fin de semana y su espera, o la fruición con la que llegan los de la Champions Ligue europea dan constancia del tiempo y lugar en el que nos encontramos, así como ponen en funcionamiento mecanismos psicológicos y sociológicos que a través de la emoción remiten y lo harán siempre a la memoria, o a la memoria selectiva, y a la identidad, por sólo citar alguno.

Vivir sin fútbol, para algunos, es no estar en el tiempo real. Una cierta situación de huérfanos del mundo y del tiempo. Algunos hasta lo han escrito con precisión: “la unidad de medida de mi vida han sido los partidos jugados por el Arsenal”. Afirmación efectuada por el narrador inglés Nick Hornby en Fiebre en las gradas, libro publicado por Anagrama. Texto lleno de frases y reflexiones, aunque para finalizar me quedo con una que debería hacer pensar a muchos de los amantes de las frases hechas referidas al fútbol o el deporte espectáculo: “A mí me ha quedado clarísimo que mi devoción por el equipo dice mucho de mi carácter y de mi historia personal, pero el modo en que suele consumirse este deporte al parecer proporciona informaciones de toda clase acerca de nuestra sociedad y nuestra cultura”. A buen entendedor, pocas palabras bastan.

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