Cantinas y conexos cuxtepequenses III
Tercera y última parte
No obstante, colegas míos, mis recuerdos más vívidos son los asociados a la cantina de tío Santiago, la regenteada por mi padre y su ayudante Oscar Cristiani Hernández, alias El Nesho. Porque en ocasiones le acompañaba al trabajo, porque le llevaba alimentos o le hacía mandados, pero sobre todo, porque durante algunos fines de semana y días festivos, yo fungía como garitero o coime de las mesas de billar; quien atendía a los billaristas, colocaba en su lugar bolas, tacos, talco y tizas, llevaba las cuentas, y cobraba al finalizar, las partidas. Porque invariablemente me quedaba con una parte pequeña de la cuenta, y porque mi padre o los clientes, de vez en cuando me convidaban sus botanas; platillos exprés que preparaba mi padre, siempre mariscos y “ultramarinos” como se llamaban entonces. Típicamente, salmones, sardinas y pulpos, aunque también anchoas y abulones… siempre aderezados con sal, jugo de limón, rajas de jitomate, cebolla y chile… ¡Para chuparse los dedos!
Recuerdo con gusto, que cuando ya era tarde y tenía sueño, don Guayo, mi padre, me hacía la cama debajo del armastote de la cantina, aunque en ocasiones me sugería echarme agua en los ojos para no dormitar. Retengo los momentos en que salíamos a la calle y me ensañaba a montar su bicicleta, y las veces que sacaba su “libreta de cuentas”, para que apuntara pagos, deudas, adquisiciones y en general, listas de cualquier cosa. Mi viejo, aunque escribía números y hacía cuentas mejor que yo, la verdad es que era analfabeta y… viene a mi memoria también, el tiempo que yo le dedicaba a la rockola, para desentrañar su funcionamiento.
Era una Wurlitzer perfectamente recuerdo, de las de tocadiscos de plato y discos de 45 revoluciones por minuto. El cliente encajaba en la alcancía su moneda de a tostón, marcaba las teclas de dos canciones… dos por 50 centavos, e inmediatamente el acordeón circular, tenedor de los discos, daba vueltas. Salía un brazo, tomaba el disco seleccionado, lo ponía sobre el plato y regresaba a su lugar. El plato comenzaba a girar, ahora salía el brazo que portaba la aguja, se posaba sobre el disco y la música inundaba mis oídos. Fue ante esta rockola que comprendí mejor que nadie de los de mi generación, la lección de los robots, que durante estos años eran, a lo sumo, personajes de cuentos, películas y fantasías.
Lo otro que recuerdo es la gran cantidad de marcas, etiquetas, títulos y viñetas de licores, pues aunque en la cantina se bebía cerveza y tequila, había gente que pedía brandis, rones y licores dulces. Había Anís del Mono, por ejemplo, dulce y seco, Vermouth, y creo haber visto Cinzano o Martini. Entre los rones había Ron Rico, Ron Potosí, Ron Bonampak, Bacardí y Palmas. Entre los brandis figuraba en primer lugar el Madero Cinco Equis, Viejo Vergel, Presidente y creo también Don Pedro. Los tequilas siempre fueron cuatro: el famoso Tequila Blanco José Cuervo, el José Cuervo Especial, el Viuda de Romero y el Sauza. En las cervezas, todas de la línea Moctezuma, no había mucho para escoger, tan sólo Superior, Sol y Dos Equis. Las Nochebuenas llegaban sólo en diciembre y en cuanto a las Bohemias, cero.
Finalmente amigos, y ya para cerrar, narraré un caso entre varios. La zacapela de dos tipos conocidos, incluso entrañables, iniciada en la cantina de mi padre. Una “señora madriza” como aún decimos los concordeños, reyerta en la que se dieron hasta por debajo de la lengua, Romeo Cruz Castro, uno de mis primos grandes, campesino, y Roberto Niurulú Penagos, alias El Cuachi Negro, matancero. Se encontraron en la cantina cuando tomaban sus cervezas. Romeo requirió el pago de algún servicio prestado una semana antes al Cuachi, aunque éste respondió que le pagaría hasta el sábado siguiente.
La conversación entonces, subió de tono. Romeo dijo que eso no era correcto, que no era de hombres; que eran chingaderas. El otro respondió que chingaderas o no, le pagaría en una semana y que eso era todo. Que si le gustaba así, qué bueno, y si no ¡a la verga! Romeo se le fue encima e intentó descontarlo, pero el rival se llevó la suerte. Un leñazo le dio éste sobre la mandíbula, y al suelo fue a dar Romeo con todo y sus huesos.
Como pudo se repuso el primo. Salió del salón, atravesó los billares, le acompañaron Eucario Magdaleno y los amigos con quienes andaba, y retó a Roberto desde la calle, desde la puerta central de la cantina. La gente comenzó a gritar, a azuzar al compa. Que saliera. Que ahí “había encontrado a su padre”, decían. Romeo insistía a gritos y le llamaba cobarde. Se calentó aún más el ambiente, la gallera, y al fin se decidió el contrincante. Ambos dejaron sus sombreros, camisas y pertenencias con sus cercanos.
Recuerdo que ya en la calle, cada quien por su lado tomó tierra y con ella se frotaron las manos y… pordios que es cierto, no vi más. Nesho, el ayudante de don Guayo, mi padre, por sus instrucciones, él me sacó de la pelotera. Me mantuve, sin embargo a distancia, sobre la banqueta, aunque desde ahí y con tanta gente de por medio, apenas si intuía los golpes secos, vejigazos, quejidos, porrazos.
Escuché voces que apartaban a la gente y pedían que se hicieran a un lado, y a veces la respiración entrecortada de los adversarios. Se veía el polvo que levantaban, y más de alguno espoleaba a Roberto, por ser algo más fornido que el primo. Al final se supo que los desapartaron, pues ya Romeo tenía abajo al susodicho, con el riesgo de matarlo a patadas. Había entrado la noche en las calles polvorientas de La Concordia y, aunque los dos se veían sucios, ensangrentados, cabellos hirsutos, enlodados por el sudor y el polvo-tierra… era obvio que al Cuachi Negro le había tocado la parte peor: labios y nariz ensangrentados, una ceja abierta, cerrado el ojo izquierdo.
Lo demás lo supo todo el mundo cuxtepequense: Límbano Niurulú Penagos, hermano de Roberto, fungía en 1970 como Comandante de la Policía Municipal. Esa misma noche buscó a Romeo, acompañado por policías y soldados. Al día siguiente lo escondieron, lo negaron en su casa, pero a los tres días, fue aprehendido rumbo a la milpa de la familia; por el cerrito de la Santa Cruz. Le encerraron en la cárcel por cuatro días, le reprendieron como nunca antes, y le hicieron pagar doce o 14 jornales de a 20 pesos del águila. Yo lo vi. No me lo contaron.
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