Cantinas Y Conexos Cuxtepequenses
Segunda de tres partes.
El otro sitio idéntico contemporáneo, también emplazado en esquina, fue el bar La Media Luna, establecido por el “matrimonio formado por los señores Carlos y Rafaela Enríquez de origen chiapacorceño”, ubicado en 3ra. Poniente y 2da. Norte, lleno de vida durante los años 50. Según la expresión de mis predecesores, contaba con mesas de billar, e introdujo el primer tocadiscos equipado con bocinas; no más cuernos dorados, típicos de los gramófonos, los de RCA Víctor y el perrito sentado.
Los de mi generación sin embargo, ubicamos el lugar, pues ahí lucía el hermoso mural pintado por Domitilo Fernández, el sastre que hizo compañía a los dueños empresarios. El panel mostraba una escena de caza o campo, rematada arriba por el escudo de Chiapas, conservado hasta mediados de los años 60, cuando el inmueble ya era de don Manuel Ruiz y su esposa doña Flor Jiménez.
Sin embargo, a finales de los años 60, principios de los 70, al igual que la Cantina de Santiagón, dos bares más, provistos de billares, señoreaban la pequeña villa: la de Goyito García, al borde de la barranca (no confundir con la barrancona), y la de Alfonso Ruiz y Cristina Alegría, ambos carpinteros; las dos muy buenas cantinas de Eduardo Sánchez e Isabel Coutiño: El Popo y El Atorón del Sapo, y varias otras pulquerías menores, aunque de mayor estima. Entre ellas El Resbalón del Sapo, de doña Mercedes Arrazola, la de Las Abuelitas, que hoy no recuerdo el nombre de sus dueñas, y la del Chibudo, mi tío Salomón Coutiño Gómez, estas dos últimas muy próximas y hacia el Oriente, detrás de la escuela primaria Miguel Hidalgo.
Recuerdo el abrevadero de doña Carmen Espinosa, a una cuadra de la Cantina que atendía mi padre, hacia el Poniente. Los restaurantes de doña Zenaida Ruiz y doña Pancha, esta última, progenitora del Charro Antonio Coutiño, y la de don Ángel Espinosa, en donde subrepticiamente despachaban cervezas y licores. Y creo, dos o tres expendios absolutamente clandestinos: el de don Agenor Cruz Cristiani, mi tío, en el barrio de La Barranca, hacia el Noroccidente, el de don Chindito Cáceres, junto al antiguo rastro, hacia el Suroriente, y el expendio a granel de don Arsenio Albores, camuflado por la miscelánea que tenían en casa.
Aunque… junto con pegado, naturalmente, estaban en la antigua Concordia, los puteros, burdeles o prostíbulos que, sin embargo, mi madre, mis tías y la abuela Mariantonia, en los hogares y en el colegio, todos llamaban Casas de las Niñas. De modo que las suripantas no eran prostis para la “gente recatada”, mujeres, monjas y curas del pueblo, sino verdaderas “niñas”.
Y sitúo el asunto aquí, pues en estos lupanares, templos de la delectación y los placeres, también se escuchaba la música de las cantinas, se cruzaban apuestas, y eran servidas cervezas y alipuses varios, como en el caso del burdel de Angelito Camilo. El tipo a quien todos llamaban El Nena y otras linduras. Su capilla estaba sobre la 1ra. Norte, rumbo Poniente, entre los domicilios de don Juan Bomba y Mingo Cuetero, y la evoco ahora: puerta abierta engalanada con cortinas de telas transparentes, encarnadas.
Las otras estaban por el rumbo Suroriente, en donde aquella mujer de temple, a quien nombraban La Julieta o La Julietona; la de Natividad Guzmán, atendida por El Quirina o El Quirinota, Abenamar quién sabe de qué, y alguna adicional que por el momento se me escapa. Aparte estaba el desplumadero del Pierdegente, Ernesto Espinosa Cruz, mi “primo grande” (así le decía de niño, por tener diez o quince años más que yo), instalado a una cuadra de la Cantina de Doña Carmen, rumbo Noroccidental.
Pero volviendo al ajo… nadie recuerda ya, el nombre de los billares de tío Héctor. Aunque varios afirman que tenía un rótulo pequeño sobre el dintel de la puerta principal, cortada oblicuamente sobre la esquina de la calle. Recuerdan asimismo, que era la más céntrica del pueblo, “la más galana”, provista de bancas adosadas a los muros, y a guisa de barra “un mostradorón enorme”. Que “no necesitaba de nombre [pues] todo el mundo la conocía como la Cantina de don Héctor” y, sobre todo que, “ahí mismo, en la cantina, le llegaban a ofrecer a don Héctor, ganado en pie: becerros, vaquillonas, toretes, [y] ahí mismo hacía trato el hombre. Le daba a la gente urgida su dinero en efectivo, y d’iuna vez su fierro, el 111, para que le marcaran el ganado comprado”.
En cuanto a las demás tabernas, las de mi recuerdo diáfano, principios de los años 70, los abrevaderos formales y las cantinas provistas de billares, tenían todas por común denominador: pisos enladrillados o recubiertos con cementos de colores, una sinfonola regularmente protegida con barandal, mesas de 70 por 70, pintadas someramente por la marca del proveedor ―cervecerías Moctezuma, Modelo o Cuauhtémoc, ésta última distribuidora de las originales caguamas y las cervezas Tecate y Kloster―, sillas plegables, mostrador ―el armastote que servía de barra, pequeña bodega y hasta barricada en caso de riñas―, la infaltable hielera de hojalata o madera, proveída invariablemente por la marca cervecera elegida, y de tras de todo, el estante que servía como contrabarra.
El único salón con que contaban estos antros, tenía la puerta de la calle siempre abierta de par en par y, por decoración, apenas contaban con almanaques y carteles publicitarios, pegados a la pared, regularmente pródigos de mujeres semidesnudas y tipos cantantes con sombreros charros, bigotes engomados y cervezas o tequilas en la mano. Eran infaltables asimismo e igual que ahora, el orinal ubicado dentro, aunque en ocasiones en la trastienda, y la herradura forrada de rojo, estampa de San Martín Caballero, palma bendita, racimo de ajos y en ocasiones albahaca. Amasijo siempre guindado detrás de la puerta o del dintel de la misma, por el lado interior.
En las otras, más pequeñas y escondidas, llamadas también “cantinitas”, aunque ofrecían “refrescos embotellados”, cervezas pequeñas y “botellas cerradas” de aguardiente, su principal negocio estaba en la distribución de los licores artesanales que provenían de Pinola, Tzimol, Socoltenango y Comitán. Uno era el posh, trago blanco o aguardiente crudo, y otro, el comiteco o trago fino, aperlado y ligeramente añejo. Ambos eran transportados en “galones”, recipientes de hojalata, sellados. Y ambos eran servidos en raciones de un cuarto de litro.
Por esta razón se decía: “en La Concordia, en los ejidos y fincas, en todo el municipio y todos Los Cuxtepeques, el trago corriente y el fino… todo se vendía parejo [y] se despachaba cuartiado. Más caro el Comiteco y más barato el Trago Blanco”.
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