El temblor del 85´salvó mi vida
Desde el pasillo del piso 12 mi amigo Alejandro Berthier y yo lanzamos sendos avioncitos de papel. El suyo lucía espectacular, con dobleces que yo no conocía. El mío era el mismo de siempre, el que me enseñó mi padre. Le llamaba el Murciélago. ¡Qué bien voló el de mi amigo, un vuelo suave, como piloteado a control remoto! Luego de casi un minuto en el aire terminó estrellándose contra un árbol lejano. Iba a ser muy difícil superar su hazaña. Berthier me apaleaba en matemáticas, y en que tenía un vochito amarillo, y también tenía un libro con 100 distintos modelos de aviones de papel.
Lancé el mío y, ¡oh! dio una vuelta amplia, muy amplia y pasó encima de nuestras cabezas, por encima del edificio, para reiniciar otro giro. Luego otra vuelta más, más arriba; y otra, y otra, y otra más, fue elevándose hasta que lo perdimos de vista, como cuando se nos escapa un globo con gas. ¡Me sentí tan feliz, tan orgulloso! Esa fue una de mis más grandes victorias en esos años en que mis intentos por ser Ingeniero Petrolero me provocaba insomnios y males en las tripas.
Ya no volé más avioncitos porque se acercaba el 19 de septiembre, y era 1985.
LA FAMILIA
Llegamos a México en 1972. Mamá, papá y cinco hermanos, yo el de en medio con once años de edad. La tía Dioselina nos acogió con mucho cariño en su casa, que tenía un árbol de higos y dos cuartos muy deteriorados, y una cocina donde, debajo de la madera vieja, vivían ratas. Allí estuvimos un par de años hasta que sucedió el milagro: ¡Nos fuimos a vivir a un departamento de Tlalteloco!
No era como la casa de Bochil, la más bonita del mundo, pero el 1303 del edificio Tamaulipas, teléfono 5 83 97 88 nos lo entregaron nuevito: piso de parquet, boiler ¡automático!, tres recámaras enormes, con clósets, un agujero donde metías la basura y llegaba por un ducto hasta la planta baja, tenía vista hacia el oriente y hacia el poniente (desde la ventana podía leer la hora en el reloj de la Torre Latinoamericana). Y había de todo: papelería, paletería (las aguas de horchata eran un poema), sastrería, tienditas, restaurantes; muy cerca el parque Santiago, la Plaza de las Tres Culturas y el Club deportivo, que todavía aparece en mis sueños. Era muy feliz vivir ahí.
Una década después los dos mayores, Giovanni y Ricardo se habían ido de casa, uno a Francia, el otro a Tabasco.
EL TEMBLOR
Siempre que había temblor me gustaba jugar con el movimiento, reírme un poco del susto de mi mamá. Ella hacía oraciones y yo me trepaba a la ventana y jugaba al estúpido juego de creerme muy valiente. Pero el terremoto de aquel 19 de septiembre me abofeteó la jactancia para siempre.
Mi reloj sonó a las 5: 30, pero no quise ir a la UNAM y seguí durmiendo.
A las 7: 19 comenzó el movimiento. Miguel Ángel despertó y sólo nos miramos:
“Está temblando. Está fuerte. Muy fuerte. ¡Dios mío! ¡Voy a ver a mamá!”
Corrí al otro cuarto rebotando, buscando el equilibrio. Era demasiada humillación, mucho el miedo, enormes los ruidos: los ruidos de las cosas que caían y se arrastraban, la tripazón de varillas del edificio y el cemento quebrándose, reventando por dentro, y por fuera ventanas que explotaban. Cayó el Cucú, el librero del pasillo, la televisión, trastes, floreros, todo lo vi en un instante, y alcancé a ver desde la ventana el zangoloteo de las torres de enfrente, de 21 pisos.
La Mili, estaba en su cama, agarrada del cochón, suplicando al Cielo que ¡ya por favor no más! Ella no vio que la pared de atrás comenzó a cuartearse, como un relámpago negro en cámara lenta. Fue en ese instante en que supe que todo se vendría abajo, que no era posible más tiempo con tanto movimiento y tronadera y gritos ahogados que llegaban de los doce pisos de abajo.
“¡Se está calmando! ¡Ve a ver a tus hermanos!
El cuarto de mi hermana estaba vacío. Regresé de nuevo a ver a Miguel Ángel y me encontré con más luz que la de costumbre y en la atmósfera, afuera, mucho polvo.
¡¡Cayó el Nuevo León!!
Me gritó Miguel Ángel. Ahí estaba el edificio, tirado, malherido, como una bestia gigante abatida por un cazador. Los primeros pisos se hundieron y los de arriba se fueron de bruces. Muchos departamentos quedaron completos, pero suelo en techo. No recuerdo si mi hermano y yo nos abrazamos, si lloramos. No, no había tiempo para eso.
Karla Ivonne no estaba en el departamento. Ella esperaba el elevador cuando comenzó el terremoto. Para escapar (supo que era temblor de muerte), bajó a grandes saltos, lo más rápido que pudo y ya no la dejaron seguir. Una familia del tercer piso la animó a quedarse con ellos.
Le conté del Nuevo León. Allí vivía Lizet, su mejor amiga. Luego supimos que había muerto entre los escombros. También murió Ángel, un chico, hijo del vecino que fabricaba aviones de madera. Su escuela, el Conalep, se vino abajo.
En los patios de Tlatelolco todos corrían. Recuerdo que cargué a una señora a punto del desmayo. También recuerdo a una chica, como de trece años, caminar como sonámbula con la ropa llena de tierra. Había resucitado del Nuevo León. Y recuerdo a un anciano que, vestido con bata, fumaba un cigarrillo de pie sobre una de las paredes derrumbadas.
Y comenzaron a llegar los cientos de personas de la Guerrero, de Peralvillo, de Tepito para intentar salvar a los que estaban atrapados entre los bloques de cemento. Se hicieron largas filas en el teléfono público. Las líneas de los departamentos estaban muertas. De ahí todo fue confuso, un día lento, agotador. Comenzamos a bajar las cosas más indispensables y a buscar a dónde dormir la noche del 19 y las siguientes noches.
La familia se dividió, pues nos repartimos en diferentes casas. Mis padres sufrieron la pérdida del departamento, que con tanto amor y sacrificios habían adquirido para sus cinco hijos. En diciembre de ese mismo año nació Tanita, mi hija Terremoto.
Tres décadas después sigo creyendo que el temblor del 85 me salvó la vida. Aunque llevaba más de la mitad de la carrera, decidí no regresar nunca a la Facultad. Y así lo hice. El Terremoto me libró de la terquedad de seguir haciendo lo que no amaba.
La vida es breve como para desperdiciarla como yo lo hacía. Pero a veces olvido la lección, y es cuando escuchó el murmullo, algo que se mueve bajo mis pies.
Sin comentarios aún.