Cantinas y conexos cuxtepequenses

© Nuestro tequila verde. ¿Le recuerdan? Mercadillo de La Lagunilla. Ciudad de México (2008)

© Nuestro tequila verde. ¿Le recuerdan? Mercadillo de La Lagunilla. Ciudad de México (2008)

 

A Marco Antonio y Abel Besares, amigos

 

Señoras y señores, compañeros cronistas, esto no es crónica o ensayo, sino simple relato de la vida cotidiana; una remembranza, de acuerdo con nuestros escasos manuales de metodología, géneros literarios y estilo. Refiere mi propia experiencia, y aspira a identificar recuerdos y referentes en los registros de mi memoria. Nombrar en el presente vivencias antiguas. Rememorar, razonar y luego registrar, para la memoria colectiva, sucesos, experiencias, nombres de personas, lugares, conversaciones, imágenes, etcétera. Todas ellas ligadas a la cuestión central de esta mesa, las reminiscencias de nuestra infancia. Y bien…

Perfecto recuerdo, cómo junto a la rockola de la cantina, me quedé azorado al contemplar esta escena: el camarero, provisto de un mandil en color beish, gorra de beisbolero y franela roja sobre el hombro izquierdo, acomodó sobre la mesa de cuatro comensales, una botella de tequila y cuatro vasos de cristal transparente. Puso también un cenicero y un plato pequeño de porcelana blanca, sal fina y dos limones partidos en cuatro.

― Servidos señores. ¿Se las abro? ―inquirió el mesero.

― No no, Oscarito, ―contestó el más viejo de los cuatro―. Aquí la abrimos nosotros. Nomás ahí nos traés un mazo de naipes.

 

Mario Ramírez, ensombrerado, largo y descarnado como siempre, tomó la botella verde. Ceremoniosamente desprendió del cuello, el hule con el cual iba sostenido el bulto pequeño de papel, de contenido extraño. Lo abrió con los dientes y escurrió el polvo sobre la porcelana. Tomó la botella, ¡crack! hizo la tapa de metal al romper su protección, y un chorro largo sirvió a cada uno de los vasos.

― ¡Ora vamos a ver si ya sos hombre, jijuelaverga! ―dijo en voz alta, el famoso Mario―. ¡A ver si como roncas duermes, cabrón!

Se refería al más joven, quien seguramente era la primera vez que entraba a una cantina, y lo iniciaban en esas cosas de los adultos, hombría, vicio y alcohol. Cada quien tomó un gajo de limón con la mano izquierda y lo embadurnaron del polvo granulado rojizo, depositado en el plato; se llevaron a la boca los limones, los sorbieron, e inmediatamente ya llevaban con la diestra el vaso de tequila. Los cuatro al unísono bebieron. Todo en un solo trago y hasta adentro. Luego restallaron los vasos sobre la mesa.

Y la escena es así, casi fotográfica, pues estaba junto a ellos, al lado de la rockola, ubicada en la esquina. Esa era la mesa del lado derecho. Había otra al lado izquierdo, dos más enfrente, y luego, en la siguiente fila, seis mesas más. Era el pequeño salón de la cantina que arrendaba mi padre, propiedad del ranchero Santiago Ruiz Coutiño y su mujer doña Francelia Fuentes Espinosa. Por primera vez en mi vida ―créanme― se me hizo agua la boca al observar a los festejantes. Al ver cómo meticulosamente prepararon el convite, sobre todo eso que me parecía obvio: los tajos verdes de limón criollo, recubiertos con sal y chile, mezcla especial aderezada con aquel menjurje que la hacía rica. Claro, esto supe después, e incluso mi padre me dio a probarla.

 

Las botellas pequeñas del tequila Viuda de Romero ―alrededor de 300 mililitros― llevaban atadas a la nuca el sobre al que me refiero. La ampolleta era verde y estriada, y al centro de su etiqueta llevaba la efigie de una doña, espigada y guapa. Se veía elegante y bien peinada, según recuerdo, al estilo porfiriano de las viñetas de los libros de Historia Patria. Esto ocurrió una tarde del mes de febrero de 1970, días antes de la feria del Cuarto Viernes, fiesta del Señor de las Misericordias. Era la Cantina del Santiagón, como familiarmente todo mundo llamaba al bar provisto de billares de la esquina de 2da. Sur y 7ma. Poniente, justo en el barrio de San Pedro. Esto en el antiguo pueblo de La Concordia, ombligo de Los Cuxtepeques, estado de Chiapas. Cursaba yo el cuarto grado de Primaria y estaba a punto de cumplir diez años.

Según cuentan los más viejos, ya habían pasado los años memorables de la mejor cantina de La Concordia, provista de los billares excelsos que hubo en Los Cuxtepeques. Caoba pura, labrados artísticamente y barnizados a mano; seguramente reglamentarios por su gran tamaño. La sala estaba equipada con las tradicionales taqueras de espejos y perchas, contadores o ábacos aéreos, de los que cruzan de un lado a otro la sala; numeradores, cuentas blancas y negras incluidas, y mesas que hacían juego con los billares, especiales para jugar dominó y cubilete, provistas de repisas en las patas, a modo de colocar en ellas las bebidas de los apostadores.

Hago referencia a la cantina de tío Héctor Coutiño de La Rosa y tía Estela Guillén, la primera, según se cuenta, en enfriar las cervezas dentro de neveras horizontales activadas con queroseno. A esos años corresponde el sitio Billares de Manuel Toncolón mi abuelo, don Manuel Coutiño Ruiz, envenenado a principios de 1959, para más señas; ubicada igualmente en el centro, a una cuadra de la anterior. Justo en la esquina de 1ra. Avenida Norte y 1ra. Calle Poniente, montada en el inmueble de su propiedad, en donde vivía con su familia.

Mi memoria más antigua en todo caso, data de 1964, año en que fui a la Escuela de Parvulitos, fundada por el edil en turno, el agro-empresario Jaime Coutiño Velasco. Por ello recuerdo la casona de mi abuelo, y la pinta enorme aunque desteñida de la Cervecería Modelo. Publicidad estampada sobre el muro que daba hacia el Norte. Un círculo rojo encerraba tres vocablos: Cerveza Corona Extra, y sobre ella, efectivamente, lucía una corona despejada, estilizada, pintada en amarillo. A ambos lados del círculo, incomprensibles para mí, figuraban como luego supe, dos dragones alados, y debajo se leía la siguiente inscripción:

La cerveza más fina de México.

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