Definición de domicilio
La mamá enseña a su hija a aprender el domicilio, de memoria. ¿Por qué? Por si la niña se extravía alguna tarde. La niña tiene instrucciones de acercarse a un adulto (un policía de preferencia) y dar los “generales” para que regrese a su casa. Esto no es el argumento de una novela policiaca o de misterio. ¡No! Es la realidad. ¿Ya se dieron cuenta de cómo, en este país, tan violento, las madres enseñan a sus hijos a dar la dirección de sus domicilios? ¿Ya vieron cómo cualquier delincuente (cantonero, le llaman en el Distrito Federal) puede enterarse del domicilio de fulano de tal? Pero esto no es todo, cualquier delincuente puede encontrar todos los domicilios en las credenciales para votar. Y va más allá: dicen que en Tepito cualquier persona puede comprar las relaciones completas de nombres registrados en el fallecido Instituto Federal Electoral. Además de que en cualquier directorio telefónico aparecen todos los domicilios.
El otro día hallé una señora que no sabía su domicilio. Era como una niña extraviada. Su rostro era el de un pajarito temeroso. Estaba sentada en una banqueta, pelaba un chayote hervido. La señora vestía un traje azul cielo, llevaba un torsal al cuello. Se veía como si fuese una reina venida a menos. No era una mujer de la calle, parecía extraviada, ¡estaba extraviada! Me acerqué y le pregunté si podía servirla en algo. Ella dejó de pelar el chayote, levantó la vista y preguntó si llovería. El cielo estaba limpio, sin nube alguna. Le dije que no, que (al contrario de la letra de la famosa canción) parecía que no iba a llover, porque el cielo no se estaba nublando. Entonces me di cuenta que estaba extraviada; estaba extraviada también de su mente. El extravío mental es el peor extravío.
¿Qué es el domicilio? El diccionario dice que es “la casa donde vive habitualmente una persona”. El domicilio, entonces, es el lugar donde está mi casa. Casi casi son términos sinónimos. ¿El domicilio es la dirección? Sí, parece que sí, es como el nombre de la casa. ¿Dónde vivís?, pregunta alguien, y yo digo: En el barrio fulano de tal. Y el que pregunta me presiona para que yo le dé la dirección exacta de mi domicilio. Cuando doy la dirección es como si revelara el nombre de la casa, porque a partir de ese instante, todo mundo sabrá dónde vivo.
Romualdo Reyes, escritor peruano, tiene un cuento que se llama así: Domicilio. Ahí narra cómo un hombre cambia de domicilio para no comprometerse: cuando una mujer le pregunta en dónde vive, él inventa una dirección, sin saber que, en efecto, tal domicilio existe y es la residencia de un hombre millonario a punto de morir. La mujer, una mañana, toma su bolso y sube a un taxi, da la dirección y llega a la residencia. Toca el timbre, cuando escucha una voz en el interfono, pregunta por Mariano. El viejo millonario, a través de la pantalla de la cámara de seguridad, ve a la mujer, con el bolso entre las manos. El ama de llaves está a punto de decir que ahí no vive ningún Mariano, pero el viejo la toma del brazo y con una seña le dice que calle. El viejo pregunta qué quiere y la mujer dice que quiere saludarlo, que le ha traído el libro prometido y, como maga, saca uno del bolso y lo muestra a la cámara de seguridad que está sobre el portón. Muestra la contraportada, el viejo no alcanza a distinguir qué título es. El viejo le dice que pase y acciona el interruptor electrónico. La mujer empuja la puerta y entra. Se deslumbra ante la belleza del jardín, ante la magnificencia de los pavos reales que caminan delante de los arces. El ama de llaves asoma en la puerta y la guía hasta la biblioteca. La mujer está asombrada. Piensa que Mariano no parecía un hombre millonario la tarde que lo conoció en la galería de arte. Ella se sienta, coloca el bolso sobre su regazo y abraza el libro. El ama de llaves le ofrece algo de beber. Ella dice que no, muchas gracias. “Esperaré a Mariano”, dice. El ama de llaves se retira, en la puerta se vuelve y dice: “El señor no tardará”. El viejo ha visto todo en su pantalla. Sabe que ahí hay una historia de confusiones. Prende el altavoz de la biblioteca y pregunta: “¿Qué libro es el que me traes?”. La mujer ve para todos lados, en todas las paredes hay libreros llenos de libros. Abraza con fuerza el libro que tiene entre las manos y dice, con voz casi apagada: “Es el libro que te prometí. ¿Ya no recuerdas?”. “Sí”, dice el viejo millonario. “Sí, recuerdo, lo que no recuerdo es mi verdadero nombre”. Ella, entonces, como si tirara su timidez y se apoderara de la escena dice: “Te llamas Mariano, este es tu verdadero nombre”. Al viejo le gusta el juego y dice: “Es cierto, me llamo Mariano. ¡Pero también olvidé mi edad!”. La mujer se para, busca la cámara y, con la cara hacia la lente, en voz baja, como si revelara un secreto, dice: “Tienes setenta y nueve años de edad y estás a punto de morir”. El viejo echa su cuerpo hacia el respaldo del asiento y se lleva las manos a la cara. La mujer ha atinado en su edad y en su condición física. La mujer agrega: “Ven, Mariano. Puedo evitar que mueras. Ven, yo te devolveré la salud. Acá tengo el libro”.
No contaré, por supuesto, el final del cuento, que es un final sorprendente. Lo único que pretendo decir es que así como cambiamos nombres, las personas aún poseemos la capacidad de cambiar de domicilio o de camino o de idea, sólo como un mero juego, sólo para despistar a los delincuentes que se han adueñado de nuestros nombres
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