Contar es pensar con los dedos

Contar es pensar con los dedos

Casa de citas/ 229

Héctor Cortés Mandujano

 

Durante mucho tiempo, Umberto Eco (Alessandri, Italia, 1932) sólo fue un respetado profesor de semiótica y sus libros tocaron esos temas con la seguridad de alguien docto en lo que habla. A partir de 1980 comenzó a escribir novelas. La primera, publicada en ese año, fue El nombre de la rosa. Tenía casi cincuenta años.

En 2011 publicó un libro con un título simpático: Confesiones de un joven novelista, donde alude a la juventud que tiene en el terreno de la invención. De allí, varias enseñanzas.

El nombre de la rosa es un libro sobre el medioevo, donde hay también la historia de un crimen y su investigación. Dice Eco (p. 15): “Todo libro científico debe ser una especie de historia policíaca”.

Eco cuenta con profusión su método de trabajo para escribir novelas. No cree en la inspiración (p. 17): “Lamartine describía a menudo las circunstancias en las que escribió uno de sus mejores poemas: aseguró que le había llegado completamente compuesto en una súbita iluminación. […] Después de su muerte, encontraron en su estudio un impresionante número de versiones de ese poema, que había estado escribiendo y reescribiendo a lo largo de los años”.

Y explica su método para la construcción del mundo narrativo donde se desarrollará su historia (p. 20): “Recopilo documentos, visito lugares y dibujo mapas; observo planos de edificios, o quizá de un barco… […] Nadie sabe qué estoy haciendo, ni siquiera los miembros de mi familia. Doy la impresión de estar haciendo un montón de cosas diferentes, pero estoy siempre concentrado en captar ideas, imágenes y palabras para mi relato”.

Se refiere a las dos técnicas posmodernas que son comunes en sus escritos: la ironía intertextual (citas directas o referencias más o menos claras de textos famosos) y la metanarrativa (reflexiones que el texto hace sobre su propia naturaleza) y admite que al usar esta doble codificación (p. 39) “el autor establece una especie de complicidad silenciosa con el lector sofisticado”, aunque no con el lector común; “pero la literatura, creo, no está pensada solamente para entretener y consolar a la gente”.

La ficción, dice Eco, afirma verdades de ficción que son incontrovertibles (p. 99): “El Papa y el Dalai Lama pueden pasarse años discutiendo si es cierto que Jesucristo es el hijo de Dios, pero (si están bien informados sobre literatura y cómics) ambos tienen que admitir que Clark Kent es Supermán, y viceversa”, y para distinguir un personaje, la ficción postula rasgos esenciales: así, no importa el contexto ni que le inventen una nueva historia (p. 111), “para ser Caperucita Roja, una niña debe poseer al menos dos propiedades diagnósticas: tiene que llevar una caperuza roja y tiene que ser una niña”. Yo, a riesgo de que me excomulguen Eco o alguno de sus epígonos, creo que basta simplemente con que lleve una caperuza roja y fingir ser una niña, porque este personaje, que ya pasado por muchas pruebas, puede interactuar en historias de dinosaurios o de gays o en cualquier otro mundo, sin desmedro de su identificación palmaria.

Hay cosas que son tan misteriosas para el lector como para el autor. La gran ventaja, piensa Eco, es no tenemos por qué explicar nuestras frases ni nuestra historia, ese es un problema de los lectores.

Ilustración: Luis Villatoro

Ilustración: Luis Villatoro

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Leí después el eBook Apostillas a El nombre de la rosa y de allí son estas citas e incluso la línea que titula esta columna. La primera alude a la incomodidad de explicar al lector lo que el texto mismo debiera hacer: “El autor debería morirse después de haber escrito su obra. Para allanarle el camino al texto”.

¿Por qué escribió la novela?: “Tenía ganas de envenenar a un monje. Creo que las novelas nacen de una idea de este tipo y que el resto es pulpa que se añade al andar”.

¿Por qué el medioevo?: “El presente sólo lo conozco a través de la pantalla de la televisión, pero del Medioevo, en cambio, tengo un conocimiento directo”.

La pregunta clave para un contador de historias: “¿Cómo decir ‘era una hermosa mañana de finales de noviembre’ sin sentirme Snoopy?”

Y una confesión  más: “Quería un ciego que custodiase una biblioteca (me parecía una buena idea narrativa), y biblioteca más ciego sólo puede dar Borges”.

 

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Mi amigo Róger Octavio Gómez Espinosa me envío una ficción que de nuevo (a él los griegos lo tienen en el laberinto) nos recuenta al héroe de la Odisea:

 

Tejer

Róger Octavio Gómez Espinosa

 

Odiseo, me dijo que se llamaba el hombre aquel que me visitó una mañana. Varios años ha que salí de casa, soy muy infeliz porque no puedo retornar a mi querida patria, siguió. Penélope no espera más y mi reino está en manos de desconocidos.

Mientras yo molía la harina del patrón, él hablaba sobre mares, murallas, héroes, demonios y dioses.

—Soy Aquiles, respondí, cuerpo de bronce; talón delicado que se acostumbró a pisar espinas.

—A ti te he buscado desde que perdimos la guerra en Troya. A ti, el que nació para la gloria de las batallas.

—Si bien mis músculos son fuertes y quizá podrían servir en una batalla, en realidad  son para cargar un yugo. No he de ser ese Aquiles, yo soy el sirviente en la casa de un hombre pobre.

—Ah, te reconozco. Te busqué en las moradas de Hades y no estabas. ¿Cómo es posible que hayas cambiado tu destino por… esto? Te he buscado porque el sabio Tirésidas me dijo que tú me señalarías el sendero hacia mi casa. ¿No me conoces, acaso? Deberías, muchos hablan sobre mis hazañas.

—Soy un ignorante, disculpa que desconozca las historias; sólo sé que soy el más triste de todos los hombres, que hubiera preferido tener una vida corta y gloriosa. Acá no hay quién cuente las hazañas de otros, tampoco hay quién narre las mías, porque luchar contra la inclemencia y la incertidumbre no son actos heroicos. Limpiar establos con pala y escoba; preocuparse por los hijos que lloran, por el pan de mañana, por las deudas y los reclamos de mi mujer, no son para un cantar de gesta.

—Pero dime, Aquiles, ¿cómo puedo volver a casa?

—No lo sé, realmente. Ignoro porque ese tal Tirésidas te dijo que yo tendría que saberlo. Lo único que hago es vivir a diario. Minuto a minuto. Arar la tierra para pagar los impuestos al rey. Por las tardes jugar con mis hijos, reñir con mi esposa, hacerle el amor, dormir y despertar con la certeza de que el sol saldrá de nuevo y que tendré que iniciar un día más.

—Qué afortunado eres, Aquiles.

—Sólo soy Aquiles, le respondí apenado, el que tuvo una vida larga, aburrida y tranquila. El que prefirió ser un rudo campesino a gobernar en el Hades a una partida de reyes gloriosos. El que toca con pies descalzos la tierra.

El hombre partió.

Años después un viajante llamado Homero me contó que ese tal Odiseo llegó un día a Ítaka y que reconquistó a su reina. Que la llevó a vivir a un páramo solitario donde a diario bordaban una manta para cubrirse y que la deshacían al día siguiente para tejerla de nuevo.

 

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