El juego de la guerra y la paz
Nuestros abuelos jugaban a la Primera Guerra Mundial con soldaditos de plomo verdes y grises; imitaban la batalla, devastaban, engañaban y salían triunfantes.
La generación de nuestros padres recibió durante su infancia pistolas, rifles, arcos con flechas, plumas y sombreros. Ellos jugaban a los vaqueros contra los indios, en la época en que el General Custer era un héroe por aniquilar a la población originaria de los Estados Unidos.
Luego llegó el Llanero solitario con Toro su fiel amigo un indio piel roja que le acompañaba en sus aventuras justicieras. Los niños jugaban a matar, los padres los miraban con deleite.
La siguiente generación también recibió pistolas, metralletas y rifles, su juego era policías y ladrones, casi ningún niño quería ser policía, porque los ladrones son mucho más interesantes. Los niños construían sus fuertes, tiendas de campaña y cárceles con sábanas, palos y lo que encontraran; algunos imaginaban que la parte de abajo de la cama era la mazmorra a la que enviaban a sus prisioneros, muchos niños obedecían con tal de jugar.
Llegó la era de los videojuegos, las masacres masivas. Los chicos ya no necesitaron una pistola en la mano, con un suave movimiento de sus pulgares aprendieron a poner bombas, minas unipersonales, a tirar helicópteros con lanzagranadas, a violar y perseguir mujeres hasta matarlas. Los padres les miraron fascinados, ya no necesitaban nana, allí estaba el sucedáneo distractor, primero los videojuegos, el game-boy y luego miles de juegos cibernéticos. Masacres, asesinatos, secuestros, robos bancarios, todo como “sana” distracción.
Las y los especialistas divididos: unos dicen que jugar a la guerra, a matar, a violentar ayuda a procesar emociones malsanas sublimadas en un juego, que nunca llegan a la realidad. Pero en México la realidad se parece a los juegos de terror. Hoy los asesinos de la tele no son de ficción, son héroes narcotraficantes, secuestradores y mafiosos que se salen con la suya. Otros responden que esos juegos, que representan la realidad, son procesos pedagógicos de normalización de la guerra, violencia, xenofobia y sexismo, que las cosas podrían ser diferentes si los juguetes se produjeran desde la pedagogía de cultura de paz que establece que aunque ciertamente todas y todos somos capaces de ejercer violencia, la educación con principios y valores noviolentos fortalece la integridad y nos hace comprender que la violencia es una elección personal no deseable, que los conflictos se pueden dirimir explicándolos, haciéndolos visibles, que se pueden criar niños y niñas que jueguen a la guerra con una mirada sociocrítica.
Recientemente un grupo de adolescentes en Chihuahua (dos niñas de 13, dos niños de 15 y uno de 12) mataron a un niño de seis años. Las investigaciones y los estudios psicológicos hechos a los chicos demuestran que en verdad piensan que estaban jugando a los secuestradores (como en la tele) y que se “les pasó la mano” y el pequeño perdió la vida. Lo amarraron, lo golpearon y sofocaron (como en la tele), luego al ver que parecía muerto lo enterraron y tomados por el pánico lo apuñalaron y lo sepultaron. Uno de los niños confesó a su madre y ésta llamó a la policía para denunciar. La opinión pública de inmediato se horrorizó, pidió castigo para esos niños “crueles, despiadados, asesinos”.
La gente pide pena de muerte y cárcel, pero la ley lo impide, están en el DIF. Quedarán en el limbo jurídico porque aunque con bombo y platillo el presidente Peña ordenó la aprobación de la nueva ley general por los derechos de niñas, niños y adolescentes, siguen si reglamentarla, no le asignaron presupuesto y Peña no la ha vuelto a mencionar.
La Red por los derechos de la infancia (REDIM) ha dicho que los miles de homicidios, personas desaparecidas y crímenes impunes no han tenido una explicación oficial para los 40 millones de niñas niños y adolescentes en el país. Cada familia y comunidad ha buscado darles respuestas (u ocultarles la realidad) sin éxito.
Pensar en ayudar a las y los adolescentes que mataron al pequeño, no implica olvidar el dolor de la madre de Cristopher, significa intentar detener el ciclo de violencia y re victimización que sólo profundiza el problema y no lo enfrenta ni resuelve.
Estamos frente al fenómeno de la normalización de las violencias y la crueldad como una forma de entretenimiento pornográfico; la violencia como escenario y actor. No solamente esas niñas y niños carecen de la noción del valor de la vida humana, quienes piden pena de muerte para ellas y ellos piensan como aniquiladores vengativos.
En 2011 el Comité de Derechos del Niño de la ONU emitió recomendaciones que a la fecha no han sido atendidas por el gobierno mexicano y que permitirían a niñas y niños reelaborar psicológicamente los delitos que les son cercanos, la violencia extrema y la creciente presencia del crimen organizado. No se ha invertido un centavo en programas de educación para la paz, ni en atención y reintegración adecuada de niños y niñas que cometieron delitos sin entender plenamente sus actos. Es curioso, a los medios les llamó la atención el escándalo del homicidio del pequeño Cristopher, acusaron de manera simplista a los padres y madres, pero no hablaron de la necesidad de construir entornos seguros y comunidades resilientes, que son las soluciones realistas ante la creciente violencia.
Gran parte de la sociedad mexicana está contagiada de ira y deseo de venganza, ante la impunidad rampante exigen más violencia. Pero la única salida realista es la educación para la paz, urge invertir en ella recursos materiales y humanos, hacer a las niñas y niños partícipes del juego de la paz, de una nueva forma de ver el mundo.
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