Declaración de amor al Jardín Botánico*
Casa de citas/ 222
Declaración de amor al Jardín Botánico*
Héctor Cortés Mandujano
UNO. Faustino Antonio Miranda González nació en 1905, en Gijón, Asturias, y desde joven centró su interés en las ciencias naturales. Terminó la licenciatura en ciencias, sección de naturales, en 1925; se doctoró, en esa especialidad, a los 24 años; en la Guerra Civil Española fue soldado activo, del lado de la República; una vez derrotada ésta “pasó a territorio francés, donde se le internó en un campo de concentración”, según Rzedowski (1993:764).
Exiliado, llegó en el primer grupo enviado a México, “el 13 de junio de 1939, a bordo del vapor ‘Sinaia’, al puerto de Veracruz” (Molina, 1993:115). “Al poco tiempo se naturalizó mexicano e ingresó como investigador al Instituto de Biología de la UNAM” (Durán, 2004). En 1949, por invitación del gobernador Francisco J. Grajales, fundó y dirigió el jardín botánico de Tuxtla Gutiérrez, que actualmente lleva su nombre.
Según el propio Faustino, los “trabajos comenzaron en mayo de 1949” y el instituto comprendía “dos centros científicos íntimamente ligados: el Museo Botánico y el Instituto Botánico” (Miranda, 1993:55). El primero incluía un herbario, que es “la base de todo estudio botánico, ya sea éste científico o técnico” (Íbid:58).
La riqueza de la flora chiapaneca debía ser apreciada, según Miranda, y era “digno de nota” que se hubieran encontrado “tres géneros y cerca de cincuenta especies completamente desconocidas hasta hora para la ciencia”. Su libro La vegetación en Chiapas, de 1952, da cuenta de ese y otros descubrimientos importantes, y varios textos de su extensa bibliografía atienden tópicos similares.
El Instituto Botánico de Tuxtla, dice Molina, fue el segundo jardín botánico (el primero fue en la UNAM) en nuestro país, pues era esta, dice Miranda, “una institución original en México y aun en gran parte de América” (Íbid:62). Faustino Miranda se fue de Chiapas en 1954 y diez años más tarde, a los 59, murió en la ciudad de México.
Pájaro tu piel, viento mi querer,
Alfredo Zitarrosa, en “Si te vas”
DOS. Si ya no quedara ningún ejemplar vivo, podría yo dar sus señas precisas, dibujarlas con la tinta de la memoria que recuerda sus voluminosos cuerpos dando vueltas, enlazándose, nadando sin cesar en las aguas transparentes del ojo de agua que nace en mitad del Jardín Botánic
o. Un aciago día, sin embargo, los adolescentes de aquella época, que pasábamos horas felices allí, recibimos la noticia con pasmo, con dolorosa sorpresa: uno de ellos, un gordo manatí había muerto.
Armamos, claro, historias acerca del deceso: un visitante lo había envenenado con algo que le arrojó; se murió de aburrimiento porque tenía años dándole vueltas al mismo lugar y extrañaba su laguna, su río; la teoría estelar era que el velador lo había matado para comérselo: “Sí, si les dicen vacas de agua, su carne debe saber a res, pero más jugosa.” ¿Era el macho o la hembra? Admiradores e ignorantes de la vida de los manatíes (sólo sabíamos casi de memoria lo que la cédula de identificación decía) no pudimos nunca distinguir el uno de la otra, si es que eran pareja, y entonces, por solidaridad, porque no hay nada más romántico que un adolescente enamorado de las horas frente al agua que corre, visitamos aún más al sobreviviente.
El Jardín Botánico “Faustino Miranda” fue para mi generación punto de encuentro. Antes de los exámenes era normal encontrarse a los amigos y amigas estudiando en las bancas o tirados al lado de los bambúes o, los que al día siguiente iban a reprobar, de la manita por los senderos. Con una de las novias de aquel tiempo recorrí uno a uno los árboles para saber su nombre común y científico. Por cada repetición correcta del nombre más complejo me daba un beso, en una especie de botánica del amor. Gané muchos besos y reprobé algún examen, por supuesto.
En este jardín se iniciaban amistades y se terminaban noviazgos; se oían risas y llantos, gritos y canciones; se conocía gente. Muchas veces leí las cédulas a señoras que no sabían leer y di conferencias a señores ensombrerados, de obvia extracción rural, y a sus familias, acerca de los hábitos y las leyendas de los manatíes, en mis primeros ensayos como narrador: “Éstos, aunque parezcan una cruza de cerdo, vaca y pescado, son hijos de ballenas. ¿Cómo llegaron aquí? Salieron a jugar, se encontraron un río y no pudieron regresar a su casa; por eso, en las noches, cuando el viento se enreda en los árboles y se pone a platicar con la luna, ellos oyen la canción del mar y se vuelven sirenas y cantan una canción que sana cualquier dolencia, cualquier enfermedad. Nomás que a esa hora está cerrado el jardín y sólo el cuidador los oye; por eso es que se ve tan sano y tan joven, a pesar de que ya tiene muchos años aquí. Si no trabajara en este lugar, ya se habría muerto”.
El Jardín Botánico era el lugar fresco en el que se podía regresar a la vida adánica donde no pasaban coches ni andaba la gente con prisas; era una bocanada de aire verde en una ciudad que ya se estaba volviendo de cemento y asfalto, de edificios grises. No recuerdo los nombres que leí tantas veces en tantas visitas, y supongo que la novia de aquel entonces ya no me daría besos si se los repito, aunque sí recuerdo el enorme amor que sentí por este espacio creado por un hombre que no conocí y de quien soy deudor. Faustino Miranda estaba a tres años de morir cuando yo nací, pero se volvió desde aquellos días un tío, un familiar cercano, el papá del jardín. Me imaginaba que él había sembrado cada arbolito y lo había visto crecer, orgulloso, hasta verlo abrazarse a las ramas de su vecino chicozapote o su vecina almendra; que había aplaudido cuando un bejuco niño fue enredándose poco a poco en el tronco adulto del árbol que sería su hogar; que se emocionó con el logro significativo de que una especie reacia al fin reconociera esta tierra como su nuevo mundo.
Faustino Miranda fue el amoroso papá de estos árboles donde, quiero creer, los nuevos adolescentes, los niños de ahora y tal vez los de mañana, vienen y vendrán a enamorarse del viento, de las hojas, de las cortezas, del agua, de este mundo verde que es, todavía, un oasis al alcance de la mano.
Quizás he dicho más de lo que quisiera, cuando en realidad sólo quería declarar públicamente mi amor por el Jardín Botánico, ahora que cumple sesenta años de vida. Muda la admiración habla callando.
*Este texto lo escribí hace tiempo, en 2009, como una celebración. Vuelvo a celebrar. La primera parte la tomé, tal cual (páginas 119-120), de mi libro Chiapas cultural. El Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas (Gobierno del Estado de Chiapas, 2006).
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El mundo de Sofía (Editorial Patria/Editorial Siruela, 1998), del noruego Jostein Gaarder, tiene en mi ejemplar un subtítulo esclarecedor y certero: Novela sobre la historia de la filosofía. Y eso es el libro, al margen de que la trama tenga y sostenga un suspenso que, lamentablemente, se cae al final. Leerlo es un gran aprendizaje.
Cuenta que el mitológico dios Tor tiene que disfrazarse de mujer, vestirse de novia, para recuperar su martillo de los trolls. Durante la fiesta nupcial (p. 29) “la novia –es decir Tor–, se come un buey entero y ocho salmones. También se bebe tres barriles de cerveza”. El novio está espantado, claro.
En una clara contradicción a lo que se diría después, el filósofo Jenófanes, quien nació en el 570 a. de C., dijo que (p. 31) “los seres humanos han creado dioses a su propia imagen”.
Diógenes fue el más famoso representante de la escuela de los cínicos y éstos (p. 159) “opinaban que el ser humano no tenía qué preocuparse por su salud. Ni siquiera el sufrimiento y la muerte debían dar lugar a la preocupación. De la misma manera tampoco debían preocuparse por el sufrimiento de los demás”.
Epicuro (341-270 a. de C.) fundó su propia escuela y, entre otras cosas, dijo (p. 163): “La muerte no nos concierne. […] Pues, mientras existimos, la muerte no está presente. Y cuando llega la muerte nosotros ya no existimos”.
Aristóteles y San Agustín (p. 292) “opinaban que el hombre tiene un cuerpo exactamente como los animales, pero también un alma como los ángeles”.
Como personajes de novela, Alberto dice a Sofía (p. 300) “Recuérdate a ti misma que sólo vives una minúscula parte de la vida de toda la naturaleza. Tú formas parte de un contexto inmenso”.
De nuevo Alberto a Sofía (p. 402): “No podemos esperar entender lo que somos. Quizás podemos llegar a entender plenamente una flor o un insecto, pero jamás podremos entendernos del todo a nosotros mismos. Y aún menos debemos esperar que vayamos a entender todo el universo”.
En fin, la novela que casi llega a las 700 páginas es un buen viaje a la filosofía, a la literatura y también a la vida.
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Mi amigo Antonio Cruz Coutiño me regaló la revista Devenir, donde hay un artículo suyo, y además cuatro libros de su autoría, dedicados con cariño: Cacao Soconusco. Apuntes sobre Chiapas, México y Centroamérica; Miramar, corazón de la selva y otros relatos; Mitología maya contemporánea y El Aguaje de El Zapotal. Muchas gracias, querido Toño.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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