Las trampas del orgullo
Casa de citas/ 218
Las trampas del orgullo
Héctor Cortés Mandujano
Una de las frases de la película Laberinto (1986, dirigida por Jim Henson) que quedó en mi memoria, como posible enseñanza que lamentablemente no siempre aplico, la dice un enano cabezón y lleno de bolas en la cara a la adolescente que ha ido hasta el laberinto a donde los duendes se han llevado a su hermanito.
Ella quedó al cuidado del bebé mientras sus padres iban a una fiesta. Sin saberlo, y harta de los llantos del niño, pronuncia la fórmula mágica que hace que los duendes se lo lleven. Se arrepiente y decide rescatarlo. El laberinto que debe recorrer para llegar hasta el lugar donde está el rey de los duendes (David Bowie, por cierto) es tan confuso que sólo puede avanzar con la ayuda del enano Hoggle. Pero el rey descubre las intenciones de éste y lo amenaza con convertirlo en sapo si continúa ayudando a la muchacha. Por eso, cuando se encuentran otra vez, él la elude y ella se da cuenta de que algo ha pasado. Llega muy fácilmente a la verdad.
—¿Te amenazaron y por eso ya no quieres ayudarme? ¿Y tienes miedo? ¡Eres un cobarde!
Y aquí la frase, que como todo lo dicho hasta ahora cito de memoria:
—Dime lo que quieras, no puedes insultarme: no tengo orgullo.
El orgullo, es decir, suponer que tenemos una valía tan superior que nadie puede descalificarnos, hace que nos sintamos ofendidos ante las críticas.
El Negro, creyente y de enseñanza básica, que rescata al Blanco, ateo y profesor, que iba a suicidarse en El Sunset Limited (Mondadori, 2012), de Cormac MacCarthy, da la misma lección al profesor que se cree superior y al lector que sea capaz de tomarla (p. 54):
“BLANCO: Ahora se pone sarcástico.
“NEGRO: No conozco esa palabra. Tranquilo, tengo los sentimientos a prueba de golpes. Me puede mirar por encima del hombro, que no me afecta”.
***
La única cinta de Quentin Tarantino que me faltaba por ver la hallé por casualidad: A prueba de muerte (Death Proof, 2007). En ella, como en varias suyas, es guionista, director y actor; aquí, además, es director de fotografía. Hasta él la ha considerado su película menos lograda (tarda muchísimo en arrancar y tiene un pésimo final), pero lo que me encantó del DVD fue que en el material extra vemos a Quentin súper entusiasmado con sus actores, con su historia, con cada escena. Y esa alegría, esa pasión por lo que hace es muy disfrutable. Uno se emociona de verlo tan apasionado con su trabajo, aunque el filme no haya resultado lo que esperaba. Lo importante no es final, sino el camino, eso es muy claro.
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Platico con tres mujeres muy cercanas a mi vida. Una de ellas habla del pueblo en el que estudiamos en la infancia y de la muerte de un señor que los cuatro conocimos: “Él contó que una noche estaba con unos amigos platicando en la calle y que oyeron el chirrido de unas ruedas de carreta. Se les hizo raro que esa hora alguien anduviera trabajando y siguieron el sonido y vieron como un carretón, en la semioscuridad, avanzaba lentamente. Concluyeron que era el carretón de San Pascualito que venía a recoger un muerto y decidieron darle alcance. No estaban tan cerca. El carretón iba casi en la esquina, a punto de doblar, y cuando ellos llegaron hasta allí, en la calle donde se supone debía ir, no lo hallaron, había desaparecido. Me hubiera gustado preguntarle algo más a él sobre el asunto, pero no estaba platicando conmigo (yo sólo oí la historia, porque estaba cerca de donde él hablaba). Y tal vez decirle que es obvio que los muertos no oyen el carretón, sino los que van a morir. Y él murió unos días después”.
Me llamó la atención la certeza con que refería la historia. No estaba a discusión la veracidad del hecho en ninguna de sus aristas: al hombre muerto lo conocimos, la charla de él no tendría por qué ser inventada y el carretón de San Pascualito resultaba, sin comillas, real, “tan real como una fragancia”, como dice en una canción el maravilloso Jorge Drexler.
En Anecdotario mapache (Mapaches Pro-Coneculta, 2014), que yo coordiné, don Hugo Corzo escribió a propósito del mismo tema:
El carretón de San Pascualito
Hugo Corzo Espinoza
En el portillo de Michilén, que se encuentra entre Obregón y Chanona, los mapaches en una emboscada mataron a muchos carrancistas. Los zopilotes se dieron banquete. Meses después blanqueaba la osamenta regada por el llano.
Platicaba tío Manuel Corzo que una vez tuvo que pasar por ahí, a altas horas de una noche de luna. Iba solo. De repente su caballo se paró en seco y rehusó caminar, pues allá adelante venía un carretón jalado por un caballo. El carretón era conducido por un individuo envuelto en una chamarra; en una mano llevaba las riendas y en la otra una lamparita de petróleo que hacía que se proyectaran las sombras alargadas y fantasmales a lo largo del llano. En el timón del carretón venía colgada una campana que sonaba a cada paso del caballo: ¡Tolón… Tolón… Tolón!
Por pura costumbre tío Manuel gritó:
—¿Quién vive?
Con voz trémula y fantasmal le contestaron:
—El carretón de San Pascualito que viene recogiendo los muertos que dejaron los mapachis.
Tolón… Tolón… Tolón… y el carretón pasó a mi lado. El enchamarrado dejó entrever las cuencas de los ojos de su calavera.
Metí espuelas y varios kilómetros adelante todavía no se me asentaban los pelos engrifados de mi nuca.
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Veo Cada quien su cine, producido en 2007 para celebrar el 60 aniversario del Festival de Cannes. Son 33 cortos, de tres minutos, con los nombres más connotados de la cinematografía mundial. Como podía esperarse, hay de todo: malos chistes (el peor es el de Roman Polansky, “Cinéma Erotique”, que avergonzaría hasta a Jorge Ortiz de Pinedo), naderías y breves historias contundentes. Los cortos que más me gustaron fueron los de Youssef Chahine (“47 Ans Après”), Ken Loach (“Happy Ending”), Lars von Trier (“Occupations”) y Alejandro González Iñárritu (“Anna”), el único mexicano de la lista. No es fácil hacer algo excelente, como lo que hicieron estos cuatro, en tan poco tiempo.
Por cierto, vi hace poco en TV UNAM, de Ken Loach, su magnífica Agenda oculta (Hidden Agenda, 1990), y mientras veía las varias referencias al cine blanco y negro de los cortos recordé el regalo de diciembre, en el Canal Once: Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951), de Vittorio de Sica. Qué maravilla.
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Sobre héroes y tumbas (RBA Editores, 1993), de Ernesto Sabato, es extensa y divagante; sin embargo, asertiva y acertada. Fuera del asunto amoroso de Martín y Alejandra, y de la extraña familia de ésta (que ella mata a su papá a hachazos lo sabemos desde el inicio, de modo que nada adelanto para quienes no la hayan leído), es también una indagación del destino, de la vida y de la familia. Martín, por ejemplo (p. 14) “volvía a ver la cara pintarrajeada de su madre diciendo ‘existís porque me descuidé’ ”; y dice Alejandra (p. 85): “Qué misterioso es el mundo. Solamente la gente superficial no lo ve. Conversás con el vigilante de la esquina, le hacés tomar confianza y al rato descubrís que él también es un misterio”.
Sabato era doctor en física y tam
bién estudió filosofía, por lo que no resulta raro que sus personajes sean bastante introspectivos. Dice Alejandra a Martín (p. 130): “Por desgracia, la vida la hacemos en borrador. Un escritor puede rehacer algo imperfecto o tirarlo a la basura. La vida, no; lo que se ha vivido no hay forma de arreglarlo, ni de limpiarlo, ni de tirarlo. ¿Te das cuenta qué tremendo?”
Martín, que es un adolescente, pregunta a Bruno, que no lo es (p. 199) “si entre dos seres que se quieren no debe ser todo nítido, todo transparente y edificado sobre la verdad”, y “Bruno respondió que la verdad no se puede decir casi nunca cuando se trata de seres humanos, puesto que sólo sirve para producir dolor, tristeza y destrucción”; y sigue (p. 200): “Creo que la verdad está bien en las matemáticas, en la química, en la filosofía. No en la vida. En la vida es más importante la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza”.
Como la novela trascurre en Buenos Aires, a Sabato no le resulta complicado mezclar sus personajes de ficción con personajes reales; así, Bruno y Alejandra caminan, y él (p. 210) “le señaló a un hombre que caminaba delante de ellos, ayudado de un bastón.
“—Borges.”
Y dice Bruno (p. 232): “El hombre no está sólo hecho de desesperación sino de fe y esperanza; no sólo de muerte sino también de anhelo de vida; tampoco únicamente de soledad sino de momentos de comunión y de amor. […] El hombre no es casi nunca un ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en medio de las calamidades”.
Esta idea me gusta, porque diferencia la verdad de la impostura; ocurre después de que Martín lee en el diario esta noticia: “Súbitamente enloquecido, mata a su mujer y a sus cuatro hijitos con un hacha”, y entonces (p. 324) “¡qué sensación de verdad que se siente leyendo la sección policial, después de leer las declaraciones de los políticos! Todos éstos parecen disfrazados y falsificadores internacionales, gente que vende tónico para el pelo y hombres de la víbora”.
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