El lenguaje del gobierno
Por Rubén Mújica Vélez/El Presente del Pasado
El país va al arrinconamiento social. A la negativa del diálogo entre pueblo y gobierno, éste se muestra represor, violento e injusto como nunca. Peor: lo hace incluso con grupos sociales que exigen justicia económica, salarial, y no exigen el cambio político, estructural del régimen. Peor, porque si se procede así contra grupos cuyas exigencias son negociables, ¿cómo procederá contra los que exigen la transformación del país?, ¿cómo responderá a los que, para arraigar ideas en el colectivo social, denuncian la corrupción que reina en las cúpulas, pudre a la sociedad y hambrea a las mayorías populares?
Los viejos priistas —léase el viejo Adolfo Ruiz Cortines— dejaron un legado que sus sucesores han olvidado en su afán por volver a los tiempos del “carro completo” y la obediencia a las órdenes provenientes de Los Pinos. Afirmó el ex presidente: “los asuntos que arden… hay que dejarlos que se enfríen.” Ahora se responde al botepronto, a la trompa talega, y se usa la macana y las balas de goma, “aportación” del señor de Puebla, Rafael Moreno Valle, cuyos lauros fueron su sumisión ante Mario Marín —el señor de las botellas de cognac— y también ser nieto de un doctor que gobernó Puebla gracias a la decisión de Gustavo Díaz Ordaz.
Se ha olvidado incluso una vieja prédica de los viejos priistas: “ante problemas sociales hay que saber negociar, usar la mano izquierda.” Hoy, cuando la sociedad no puede superar los crímenes y secuestros de Iguala, cuando Tlataya cobra vigor, cuando Apatzingán tiñe de rojo la tierra, cuando ante el enfrentamiento entre la gente de Hipólito Mora y el Americano —que aportó 11 asesinatos— se declaró, en una versión “salomónica”, que ambos grupos actuaron en “legítima defensa”… y los crímenes quedarán impunes; cuando el crimen organizado muestra su músculo y repite la tragedia gringa de Mogadiscio, se incrementan las facturas pendientes del gobierno de Enrique Peña Nieto. Con todos esos lastres sangrientos, se ataca ahora a los jornaleros de Baja California, muchos de ellos triquis, los pobres de los pobres en Oaxaca, “los oaxaquitas” como discriminatoriamente los llaman allá. Lo digo sin vanidad: pude entrar a uno de los emporios hortícolas, Santa María de los Pinos, y verificar la esclavitud infame en que los campesinos, con su miseria pero con la riqueza de su fuerza de trabajo, crean enormes capitales. ¿Qué hizo Ernesto Zedillo, que conoció personalmente esa infamia? Nada. Los siguientes desgobiernos, de “empresarios para empresarios”, menos.
La represión se revela sin máscaras. El gobierno de Peña Nieto ratifica que es el peor de los fantasmas de los plutócratas. Con la lucha de clases en pleno, él, el desgobernador panista de Baja California y toda la burocracia corresponsable se ponen del lado de los explotadores. La violencia es el lenguaje oficial. La cerrazón de la Secretaría de Gobernación es inaudita. Esto pone a la sociedad ante una disyuntiva: ¿puede esperar algo de las elecciones intermedias y las futuras?, ¿significa algo el voto cuando han hablado las armas gubernamentales? Los jornaleros evidenciaron la brutalidad de los empresarios. Su disputa podía haberse paliado, al menos con la intervención de un gobierno medianamente inteligente. Pero se optó por la vía de la violencia sin embozo. ¿Acaso para que sepan las trasnacionales que a cualquier reclamo social se responderá con la receta de los Díaz (don Porfirio y Díaz Ordaz) —“¡mátalos en caliente!”?
Ante esto, ¿cuál es la vía para que el pueblo busque la justicia que se le niega? Los partidos políticos, enfangados en su “piñata electoral”, tienen una voz tenue, convenenciera, que se apaga ante el lenguaje de las armas. ¿Serán una opción? Ante esta duda fundamental, se está imponiendo una realidad: sólo el pueblo organizado puede y debe recuperar su autoridad, ejerciendo a plenitud el artículo 39 constitucional:
La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.
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