Definición de silencio

Foto: www.venezuelataurina.com

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El silencio debe escribirse sin palabras acompañantes. A veces sucede que las acompañantes son muy ruidosas y esto altera el sentido nato de la palabra. Para ilustrar la confusión podemos decir que en una biblioteca alguien colocó el siguiente letrero: “Favor, hacer silencio”. Un bibliófilo preguntó: “¿Cómo se hace el silencio?”; entonces, el bibliotecario cambió el letrero por este otro: “Guardar silencio”. El bibliófilo jodón llegó con un tambor al día siguiente, se paró sobre una mesa y, como si estuviese en un desfile, tocó el tambor. Los demás lectores se inconformaron y lo obligaron a callarse. Él, desde la altura, como si fuese un dictador, dijo: “No hice más que obedecer la orden: guardé el silencio y abrí la llave de la bulla”. El director de la biblioteca, entonces, metió las manos en las bolsas de su pantalón, se acercó al bibliófilo, le pidió que bajara y, una vez que éste estuvo parado en el piso, le dijo: “¿Qué debo escribir?”. “Silencio”, dijo el bibliófilo y se sentó. Parece que muchas palabras son como la palabra silencio. Para que expresen toda la riqueza de su interior, el brillo de su lámpara no debe opacarse con nube alguna. Amor es otra palabra que se contamina cuando es acompañada por un séquito de palabras oveja.

¿Hacemos silencio o guardamos silencio? ¿En dónde se encuentra el silencio? ¿Está en el fondo de un pozo o está en la altura de un bosque?

El maestro Jorge poseía el don. Cuando entraba al salón, los niños seguíamos aventándonos papelitos. Pero, a la hora que el maestro, como si fuese Moisés ante el mar, levantaba los brazos, todos los niños nos sentábamos. El silencio, entonces, como nube negra a punto de llover, se acomodaba a mitad del salón y cubría nuestro cielo.

El silencio no se hace, tampoco puede guardarse. El silencio siempre está en todas partes. Sólo falta que el rebumbio duerma para que el silencio se abra. El silencio es como una piedra que abre sus alas como mariposa a la hora que el movimiento cesa. El silencio es la abuela que cose en puntillas.

El silencio es una de las mayores posesiones del hombre. A veces, Mariana y yo, en el viejo tocadiscos de su papá, oímos el silencio. Ella saca un disco de treinta y tres revoluciones, de esos antiguos acetatos, lo limpia con una franela y lo coloca en la tornamesa. A mí me impacta el instante en que ella deja caer la aguja sobre el disco que, como danzarina, da vueltas y vueltas. Mariana camina de puntillas y se sienta a mi lado. Los dos cerramos los ojos. Al principio escuchamos el murmullo que hace la aguja al frotarse sobre el disco. Pero, al cabo de un tiempo, nuestros oídos se acostumbran y el murmullo desaparece, es el instante en que el disco comienza a “tocar” el silencio. Es tan pleno. Sentimos un aleteo en nuestros ojos y en nuestros oídos. Todos los ruidos se esconden, como cucarachas. Escuchar el silencio es la máxima experiencia. En una ocasión le pregunté al papá de Mariana dónde había comprado el disco del silencio. Me dijo que en un viaje a la Ciudad de México, caminaba por la Avenida San Juan de Letrán, se paró frente a un aparador y vio la carátula del disco: “Los sonidos del silencio”. Entró y pidió que la dependiente lo probara. Cuenta que, cuando la joven, puso el disco, fue como si él se quedara sordo. El rebumbio de la calle, los cláxones, los gritos, los pregones, el pitido del niño que tocaba un silbato, la caldera del carro de plátanos asados, desapareció y fue como si entrara a una cápsula hermética. Misma cápsula a la que entramos las tardes en que Mariana coloca el disco.

El silencio es como un hombre invisible. A veces lo reconozco en el interior de un templo. Siento su presencia, pero nada digo. Quiero preguntar si está ahí, pero sé que si hablo mi voz será como un conjuro que eliminará la gracia divina. Mejor me hago tacuatz, hago como si nada escuchara y dejo que el silencio cabalgue con la velocidad de un tren bala.

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