Definición de biblioteca

Biblioteca del Centro Cultural Jaime Sabines. Foto: Cortesía/ Chiapas PARALELO.

Biblioteca del Centro Cultural Jaime Sabines. Foto: Cortesía/ Chiapas PARALELO.

“Imaginá un bosque lleno de árboles, éstos llenos de ramas, éstas llenas de pájaros, éstos llenos de alas, éstas llenas de vuelo”, fue lo que me dijo tío Armando cuando le pregunté qué era una biblioteca. Después de casi cuarenta años he oído decenas de intentos de definición, pero ninguna es tan bella como la que el tío me dijo.
Hubo un amigo que me dijo que era un reservorio de libros. ¿Reservorio? No sabía la definición de esta palabra. Acudí a una biblioteca y cogí un diccionario. Supe que un reservorio era como una bodega y me dio pánico pensar que una biblioteca fuera un mero depósito de libros, un lugar donde se apilan cientos o miles de libros. Los imaginé cadáveres que, de vez en vez, al conjuro de algún lector los volvía a la vida, como si el lector fuese la noche y el libro fuese un pariente cercano de Drácula. ¿Reservorio? ¡Qué palabra tan de zaguán en penumbra!
Uno entiende que una biblioteca es un lugar donde hay libros. En su raíz está el objeto de su ser. Pero, las bibliotecas del mundo tienen el inconveniente de estar en espacios cerrados. Aunque una biblioteca esté llena de ventanales o de vitrales por donde se cuela la luz para volverla una línea que llena de vida, no deja de ser un espacio cerrado. No hay otra posibilidad para la biblioteca, qué pena. Las bibliotecas deberían tener la forma de pasajes, de tal suerte que la gente que estuviese en la plaza viera cómo los libros se desgajan como frutos en su punto. Los niños en el parque, quienes juegan a saltar la cuerda o a la rayuela, pasarían, sin darse cuenta, de un espacio a otro, en los pasajes seguirían el juego de la cuerda, pero lo harían ya en medio de libros, en lugar de árboles ¡torres de libros! Algunos niños, los más intrépidos, subirían a las barcas que bogarían por los canales y alzarían la mano para bajar libros como si cortaran mangos ataulfo. Otros niños y niñas, no menos intrépidos, se columpiarían en los bejucos y pasarían de una a otra liana, como si fuesen Tarzán, Jane o Chita, y se pasarían los libros como los changos se pasan los cocos.
Las bibliotecas tienen la desventaja de que la gente debe entrar a recintos cerrados. Los recintos cerrados causan escozor en el ánimo. Las bibliotecas no son atractivas ni en temporada de lluvia. Las criaturas, cuando el aguacero se descuelga de lo más alto, se resguardan en las salas de video juegos, en billares o en plazas comerciales. Cuelgan sus patines al hombro y abandonan las plazas, corren ya empapados como zanates y no buscan el resguardo de las bibliotecas, porque éstas, qué pena, son tan aburridas. En las bibliotecas hay letreros que obligan a “hacer” silencio. Y cuando alguien cree que tal advertencia es la mayor invitación al juego, pues podría ser un taller donde los niños y niñas, con ayuda de cordeles y pinzas, construyeran un enorme castillo llamado silencio, un adulto, de esos que nunca falta, se acerca y hace ¡shhhh!, con el dedo en la boca.
Las bibliotecas son reservorios. ¡Qué pena! Como decía mi tío Armando debía ser un bosque lleno de árboles, con ramas, con pájaros, con alas, con alas llenas de vuelo. Las bibliotecas deberían estar en cada esquina. La gente, mientras espera el autobús urbano, podría abrir la gaveta en el poste de luz y tomar un libro; podría, mientras espera que pase el tiempo, abrir el registro en la banqueta y tomar un libro; tocar en la ventana de la casa de la esquina para que doña Tina sacara el brazo y le diera el libro, la recomendación de la semana.

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